EL VERBO DE LA JUVENTUD MEXICANA, GÜEY Un pasado lleno de discursos, campeonatos nacionales e internacionales de oratoria, mantenimiento retórico de juegos florales, oraciones fúnebres, conferencias (ahora les dicen "magistrales" por razones que ignoro) asestadas a diestra y siniestra, por todos los rumbos y todos los temas; entrevistas por radio, televisión o periódicos, conducción de programas de gran seriedad cultural... y otros delitos mayores o menores, mortales o veniales (en la oratoria no hay "parvedad de materia", como decían los viejos confesores antes de que se dedicaran a perseguir infantes y adolescentes por los pasillos de las iglesias, colegios, monasterios, seminarios y otros píos lugares), me han hecho desconfiar de las elocuencias caudalosas y de la facilidad de palabra de los crisóstomos, popularmente llamados "pico de oro". Además de los desfiguros retóricos, la oratoria de concursos, juegos florales y actos políticos, tenía todos los riesgos de la seducción y la catarsis provocados por los trucos o, lo que es más grave, la exaltación de los demagogos o de los que se dejaban llevar por esa especie de ebriedad formada de palabras, un juego de gestos, sacudimientos de melena, ademanes enfáticos y el sentimiento de estar realizando algo heroico y capaz de salvar a la patria o a la cultura por medio de la acción de la muchedumbre enardecida que muy pronto se pondría en movimiento. A mediados del siglo pasado (Señor, Señor, en ese tiempo este bazarista andaba en la veintena y se dedicaba a la oratoria que se le había convertido en una grave adicción) la izquierda tenía un orador muy poderoso, aunque la extensión de sus discursos lo hacía perder votos en cada mitin, Vicente Lombardo Toledano. De él se decían muchas cosas: que tenía cien trajes de gabardina café y trescientas corbatas iguales, que le gustaba el vodka y amaba las tostadas con caviar. En fin... sobre el orador, líder y candidato a la presidencia cayó toda la obscena inventiva de los cínicos empresarios. Por encima de ese anecdotario rotario, quedan los amplios conocimientos de marxismo de Lombardo, su crítica al imperialismo y su hábil y elegante manera de estructurar sus largos discursos que casi siempre terminaban dejando una serie de preguntas y de temas para la reflexión. La derecha, por su parte tenía un orador elegante y, por lo mismo, enemigo de las vulgaridades emotivas, Efraín González Luna, candidato del pan a la presidencia, traductor de Joyce y de Claudel, compañero de Maritain y, nadie es perfecto, apoyado con ánimo reticente por los sinarquistas. Los discursos de González Luna son buenos modelos de construcción clásica y de afortunada selección de palabras. Mucho me temo que para la mayor parte de los actuales panistas estén en chino mandarín o en búlgaro eclesiástico. Herrera y Lasso, Samperio y Estrada Iturbide eran los otros tribunos panistas. Don Manuel Gómez Morín escogió un estilo de gran precisión verbal y un tono muy alejado de los excesos oratorios. Preciado Hernández, por su parte, siempre usó el estilo pausado de la cátedra filosófica. El presidente López Mateos era un orador brillante. Formado en la campaña vasconcelista al lado de Gómez Arias, Germán de Campo y los hermanos Magdaleno, sabía improvisar y tenía bien aprendido su repertorio de citas. A su lado, los "jilgueros" priístas eran unos pajarracos gárrulos llenos de lugares comunes, de méxicos para el aplauso fácil y de elogios excesivos a sus candidatos que muy pronto se convertirían en sus benefactores y agentes de colocaciones. La Iglesia católica tenía algunos oradores sagrados que venían de la arenga cristera o del fervorín en la Acción Católica o la Congregación Mariana. Los jesuitas Castiello y Vértiz cultivaban una oratoria sagrada que se dirigía a los estudiantes universitarios. Vértiz era buen alumno de Bossuet y mucho sabía de argumentaciones, refutaciones y peroraciones. Castiello era más poético y reposado. Prevalecía el recuerdo de los miembros del cuadrilátero: Urueta, Querido Moheno, Lozano y Olaguíbel. Don Nemesio García Naranjo fue uno de sus seguidores. Los cuatro se dedicaron a la oratoria política, pero sobre todo a la forense. Moheno se hizo famoso por su defensa de la trágica señorita México, acusada de excesos pistoleriles. El más señorial era el draculesco Lic. Lozano. Urueta era un orador erudito y dramático, mientras que Olaguíbel se inclinaba por las parrafadas poetizantes. Demóstenes, Esquines y Castelar eran sus sombras tutelares. Mi generación tuvo oradores desmelenados y valientes. Alguno de ellos, en pleno vértigo emotivo y poniendo en riesgo su vida, declaró que "pase lo que pase y arrostrando peligros e incomprensiones, aseguro ante ustedes que creo en el presidente Ruiz Cortines y exijo que se le respete". Entre los ustedes estaba el presidente Ruiz Cortines cubriendo con la mano la media sonrisa provocada por el valeroso orador juvenil. Los concursos de El Universal (les recomiendo consultar el librazo de don Guillermo Tardiff, El verbo de la juventud mexicana en los concursos de oratoria de El Universal) despertaban un enorme interés. Recuerdo a Muñoz Ledo, De la Hoz, Corrales Ayala, Cobián Pérez, los Vázquez Colmenares, Alfredo Hurtado, Osante y Carlos Monsiváis que no subía a la tribuna, pero, entre bambalinas, escribía las improvisaciones de los finalistas de la capital, escogía metáforas aladas, alabanzas a las leyes de Reforma y ataques despiadados a la reacción. Todo eso pasó. Está muerto y enterrado, de acuerdo. Pero me pregunto qué es lo que ocupa su lugar en la política. Comprendo que los actuales estadistas huyan de la metáfora como los campesinos búlgaros huían de la vacuna (Jardiel Poncela dixit) y que se inclinen por un tono menor reflexivo y lleno de cifras y de escenarios, de "nichos" y de "en el marco" y "dentro del contexto". Como la mayor parte son economistas de institutos finos, universidades de gente bonita y colegios en inglés, desprecian la facilidad de palabra y, en busca de la claridad en la cual brilla la sabiduría, acaban encerrados en unos galimatías inextricables que hacen doblemente graves su ignorancia, su desconocimiento de la lengua castellana y su repertorio de palabras más esmirriado que el de Televisa. Uno piensa que la facilidad de expresión verbal es condición necesaria para dedicarse a la política. Pues no es así. Debo decirles que un político importante me hizo sufrir lo indecible hace unos días. El buen señor tardó más de diez angustiosos segundos en encontrar la palabra "calle". Algunos gobernadores parecen sufrir graves trastornos del lenguaje y varios diputados y senadores optan por hacer borucas cuando no encuentran las palabras o cuando se autopialan en una argumentación. Por otra parte, hay varios obispos y jerarcas religiosos en plena guerra con la prosodia y algunos ministros de la Corte que hablan un español deshuesado y desarticulado al que llaman lenguaje jurídico. Por último, pensemos en la oratoria empresarial, con giros campiranos y juveniles del primer mandatario. Les aseguro que en esos desfiguros mucho tienen que ver Og Mandino y los maestros de la alfabetización de gerentes. A ratos dan ganas de escuchar a los viejos
oradores. Tal vez con sus cursilerías y engañifas nos permitan
descansar del verbo güey de la juventud güey mexicana güey
que ilumina con resplandores retóricos la güey casa del big
brother. Ojalá que pronto regrese "Por mi madre, bohemios".
Sus huérfanos la necesitamos con urgencia. Don Carlos, que regrese
su columna güey, no se haga usted ídem.
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