Pedro Miguel
Combates singulares
Todos los conflictos regionales, los naufragios de barcos
repletos de chinos o cubanos o africanos migrantes, las matanzas en Medio
Oriente, las epidemias de sida y de catarro, las partidas de póquer
del comercio mundial y hasta los pormenores truculentos de la guerra santa
contra el terrorismo -que, vista con cuidado, es un transgenérico
entre el auto sacramental y el thriller- fueron borrados de tu atención.
En su trayecto celeste, el globo terráqueo ha entrado en una zona
oscura, en un paréntesis tan aburrido que se hace indistinguible
de la hibernación, y en un autismo tan hondo que la mejor manera
de representar al ausente es una pelota de futbol.
A lo largo de cuatro semanas, la parte visible y (tele)vidente
del género humano estará tomando la comunión en 64
combates singulares -durante junio la humanidad está representada
por las 704 piernas más hábiles del mundo- y representando
todos sus problemas en la batalla por una esfera, que es una copa de oro
de diseño espantoso, que es un cheque de cientos de miles de dólares
en el bolsillo de cada jugador y otro, de cientos de millones de dólares,
en la caja fuerte de cada empresa televisiva.
En una época más bien remota, William Masters
y Virginia Johnson inscribieron el orgasmo simultáneo de la pareja
en las listas de lo políticamente correcto; ahora la tendencia es
el clímax multitudinario, la sincronización planetaria de
espasmos y contracciones y jadeos en el momento justo en que 200 millones
de espectadores observan en la pantalla la penetración del balón
en la red de una portería. Desde cierto punto de vista, se trata
de una sublimación perversa, porque el portero derrotado sufre,
y su dolor y su humillación infinitos alimentan el regocijo de los
rugientes; pero si la representación no es sexual sino, digamos,
bélica, entonces el futbol y sus goles son un invento fenomenal,
porque cada gol nos evita sabe Dios cuántos disparos de mortero.
Qué diera uno porque el presidente de Estados Unidos saciara sus
instintos de niño bobo pateando durante 90 minutos una pelota con
la cara de Bin Laden.
Como cualquier otro ejercicio escénico, el juego
obliga a guardar el sentido común en un rincón del clóset.
De otra manera no se entiende el empeño con el que 22 individuos
se disputan una pelota, cuando es seguro que hay otras 21 a su disposición
en la tienda de deportes más cercana. Qué reconfortante y
fácil sería repartir pelotas de cuero para terminar con la
carnicería de Colombia, por ejemplo, o para aplacar el furor energético
de los países industrializados antes de que sus emanaciones de dióxido
de carbono conviertan al mundo en una olla de caldo de pescado. Pero, para
ser justos, la desactivación temporal de la lógica no sólo
es un requisito obligado para los espectadores del balompié global,
sino también para meterse al teatro, al cine, al templo, al mitin
y hasta a una carpa de circo.
Así vistas las cosas, el Mundial puede ser una
fiesta emocionante y llena de momentos conmovedores. El único problema
es que, así como el sentido común es fácil de guardar
en cualquier cajoncito -y difícil de encontrar, más tarde,
cuando uno lo busca-, los cuerpos esféricos son la cosa más
estorbosa y cuesta un demonial devolverlos a su sitio una vez que se les
utiliza. Tal vez por eso Dios ideó las leyes de la gravitación
y el universo en general: para ahorrarse el trabajo de alzar el tiradero
de tanta pelota y dejarlas girando eternamente una alrededor de otra. Puede
verse como una solución simple y elegante, sobre todo en tratándose
de objetos planetarios y estelares, los cuales, a diferencia de los balones
de futbol, no se desinflan con facilidad una vez que has terminado de jugar
con ellos.