Eduardo Galeano
Modelos
''El futbol profesional practica la dictadura. Los jugadores
no pueden decir ni pío en el despótico señorío
de los dueños de la pelota, que desde el castillo de la FIFA reinan
y roban''
Son dos los campeonatos mundiales de futbol. En uno juegan
los deportistas de carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, juegan los
robots. Las selecciones humanoides disputan la RoboCup 2002 en el puerto
japonés de Fukuoka, frente a la costa coreana.
Los torneos de robots ocurren, cada año, en un
lugar diferente. Este es el sexto. Sus organizadores tienen la esperanza
de competir, de aquí a algún tiempo, contra las selecciones
de verdad. Al fin y al cabo, dicen, ya una computadora ha derrotado al
campeón Gary Kasparov en un tablero de ajedrez, y no les cuesta
tanto imaginar que los atletas mecánicos lleguen a lograr una hazaña
semejante en una cancha de futbol.
Los robots, programados por ingenieros, son fuertes en
defensa y rápidos y cañoneros en el ataque. Jamás
se entretienen con la pelota. Cumplen sin chistar las órdenes del
director técnico y ni por un instante cometen la locura de creer
que los jugadores juegan.
***
¿Cuál
es el sueño más frecuente de los empresarios, los tecnócratas,
los burócratas y los ideólogos de la industria del futbol?
En el sueño, cada vez más parecido a la realidad, los jugadores
imitan a los robots.
Triste signo de los tiempos, el siglo 21 sacraliza la
mediocridad en nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad en los altares
del éxito. "Uno no gana porque vale, sino que vale porque gana",
había comprobado, hace ya algunos años, Cornelius Castoriadis.
El no se refería al futbol, pero era como si.
Prohibido perder tiempo, prohibido perder: convertido
en trabajo, sometido a las leyes de la rentabilidad, el juego deja de jugar.
Cada vez más, como todo lo demás, el futbol profesional parece
regido por la Uenbe (Unión de Enemigos de la Belleza), poderosa
organización que no existe pero manda.
Ignacio Salvatierra, un árbitro injustamente
desconocido, merece la canonización. El dio testimonio de la nueva
fe. Hace seis años exorcizó al demonio de la fantasía
en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro Salvatierra expulsó
de la cancha al jugador Abel Vaca Saucedo. Le sacó tarjeta roja
''para que aprenda a tomarse el futbol en serio". Vaca Saucedo había
cometido un gol imperdonable. Eludió a todo el equipo rival, en
un desenfreno de gambetas, túneles, sombreros y taquitos, y culminó
su orgía de espaldas al arco, con un certero culazo que clavó
la pelota en el ángulo.
***
Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes: éste
es el molde que la globalización impone.
Se fabrica, en serie, un futbol más frío
que una heladera. Y más implacable que una máquina trituradora.
Según los datos publicados hace un par de años
por France Football, el tiempo de vida útil de los jugadores
profesionales ha bajado a la mitad en los últimos 20 años.
El promedio, que era de 12 años, se ha reducido a seis. Los obreros
del futbol rinden cada vez más y duran cada vez menos. Para responder
a las exigencias del ritmo de trabajo, muchos no tienen más remedio
que recurrir a la ayuda química, inyecciones y pastillas que les
aceleran el desgaste: las drogas tienen mil nombres, pero todas nacen de
la obligación de ganar, y merecen llamarse exitoína.
Las comunidades indígenas disputan, en Brasil,
su propio campeonato de futbol. En la Copa del año 2000, el equipo
de los indios makuxis llegó a la final después de jugar tres
partidos seguidos a lo largo de ocho horas. La proeza se explica por los
prodigiosos poderes de otra droga, que el futbol profesional no puede pagar.
Esa pócima mágica, que no tiene precio, se llama entusiasmo.
La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma de la Grecia
antigua, y significa: "Tener a los dioses adentro".
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Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas
competían desnudos y sin ningún tatuaje publicitario en el
cuerpo. Los griegos, fragmentados en muchas ciudades, cada cual con sus
propias leyes y sus propios ejércitos, se juntaban en los juegos
olímpicos. Haciendo deporte, aquellos pueblos dispersos decían:
"Nosotros somos griegos", como si recitaran con sus cuerpos los versos
de La Ilíada que habían fundado su conciencia de nación.
Mucho después, durante buena parte del siglo veinte,
el futbol fue el deporte que mejor expresó y afirmó la identidad
nacional. Las diversas maneras de jugar han revelado, y celebrado, las
diversas maneras de ser. Pero la diversidad del mundo está sucumbiendo
a la uniformización obligatoria. El futbol industrial, que la televisión
ha convertido en el más lucrativo espectáculo de masas, impone
un modelo único, que borra los perfiles propios, como ocurre con
esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales, al cabo de continuas
operaciones de cirugía plástica.
Se supone que este aburrimiento es el progreso, pero el
historiador Arnold Toynbee había pasado por muchos pasados cuando
comprobó: "La más consistente característica de las
civilizaciones en decadencia es la tendencia a la estandarización
y la uniformidad".
***
Desde hace ya un buen tiempo, la selección brasileña
parece dedicada a dejar de ser brasileña. "Queremos un Brasil con
mentalidad europea. El futbol ha dejado de ser un juego. La realidad ya
no permite el juego bonito. Aquel futbol de gambetas espectaculares ha
pasado a la historia", sentencia el director técnico de la selección,
Luiz Felipe Scolari. Mientras emite su certificado de defunción
al futbol más hermoso del mundo, este fervoroso de la mediocridad
practica la disciplina militar. Scolari admira al general Pinochet, adora
el orden y desconfía del talento. Condena al exilio a los desobedientes
Romario y Djalminha, como en otros tiempos hubiera fusilado a aquel ingobernable
rey del circo llamado Garrincha.
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El futbol profesional practica la dictadura. Los jugadores
no pueden decir ni pío en el despótico señorío
de los dueños de la pelota, que desde su castillo de la FIFA reinan
y roban. El poder absoluto se justifica por la costumbre: así es
porque así debe ser, y así debe ser porque así es.
Pero, ¿ha sido siempre así? Vale la pena
recordar, ahora, una experiencia que ocurrió en el país de
Scolari, hace no más que veinte años, todavía en tiempos
de la dictadura militar. Los jugadores conquistaron la dirección
del club Corinthians, uno de los clubes más poderosos del Brasil,
y ejercieron el poder durante 1982 y 1983. Insólito, jamás
visto: los jugadores decidían todo, entre todos, por mayoría.
Democráticamente discutían y votaban el método de
trabajo, el sistema de juego, la distribución del dinero y todo
lo demás. En sus camisetas se leía: Democracia Corinthiana.
Al cabo de dos años, los dirigentes desplazados
recuperaron la manija y mandaron a parar. Pero mientras duró la
democracia, el Corinthians, gobernado por sus jugadores, ofreció
el futbol más audaz y vistoso de todo el país, atrajo las
mayores multitudes a los estadios y ganó dos veces seguidas el campeonato
local.