Guillermo Almeyra
Vías para la reconstrucción argentina (I)
La Argentina en el siglo XIX y en las primeras décadas
del XX se construyó, se hizo rica y se desarrolló sobre la
base del poder de los terratenientes agroexportadores y de la tecnificación
y especialización en la producción y la industrialización
agropecuaria. Las materias primas agrícolas tenían un papel
estratégico como bienes-salario de los obreros de los países
metropolitanos y la Argentina alimentaba entonces a los trabajadores de
la primera potencia mundial ?Inglaterra?, lo que le confería un
papel esencial en la estabilidad de la misma.
La Argentina de la primera y, sobre todo, de la segunda
posguerras se enfrentó en cambio al poder declinante de Inglaterra
y al ascenso de Estados Unidos en la región (primero, tímidamente,
en los años 20 y después, con fuerza, en los 60) y su industrialización,
sustituyendo importaciones, creó un amplio sector laboral y un fuerte
mercado interno pero no rompió la dependencia tecnológica,
ni la financiera ni el control sobre las exportaciones y la obtención
de divisas fuertes por la oligarquía terrateniente, que ya había
desarrollado lazos con el capital financiero internacional.
El país tuvo entonces una estructura social similar
a la de los países imperiales (una fuerte clase obrera, una numerosa,
próspera y culta clase media) mientras su estructura política
seguía marcada por el peso tradicional de la oligarquía,
unida al imperialismo y ligada a sectores industriales fundamentales y
al capital financiero en desarrollo ya desde comienzos de la segunda mitad
del siglo pasado. Al mismo tiempo, el Estado aparecía como protagonista
en la vida económica y reforzaba el papel de una burguesía
industrial en disputa con el otro gran sector capitalista tradicional la
cual, como éste, era ciegamente intolerante ante el peso de los
trabajadores en la distribución de los ingresos y en la vida social
y política, además los veía como enemigos de clase.
Esta fue la base de la constante inestabilidad política desde el
peronismo de finales de la década de los 40. Tal desequilibrio,
por supuesto, tuvo fuertes repercusiones económicas, sobre todo
a partir del fin de la Guerra de Corea y del boom de los precios
de las materias primas, y la línea imaginaria de la evolución
de la economía argentina tomó el aspecto de dientes de serrucho,
de ataques de hipo, del famoso stop-and-go.
No es mi propósito analizar la economía
y la política argentinas durante el siglo anterior. Quiero, en cambio,
señalar lo que es cosa del pasado, irrepetible, para ver qué
se podría hacer para reconstruir el país, que claramente
está en disolución. Para esto me basta con decir que la sustitución
del Estado oligárquico de los años 40 por el Estado bonapartista
-distribucionista- industrialista, que duró hasta finales de los
50, no resolvió la crisis de fondo de la economía y la política
en la Argentina pues fracasaron tanto la exportación de materias
primas agrícologanaderas como la sustitución de importaciones
y la industrialización fomentada por el Estado (que dependía
de las divisas que aportaba la intocada oligarquía). Las dictaduras
que se sucedieron desde el derrocamiento de Perón en 1955 hasta
el último gobierno de Perón, a mediados de los 70, fueron
un periodo de transición en el cual las clases dominantes sobre
todo intentaron romper el peso del movimiento obrero y hacer retroceder
la parte del trabajo en el PIB para aumentar la del capital. Pero, ya con
el ministro Krieger Vassena, en la dictadura del general Onganía,
comenzaron a sentar las bases de las políticas desindustrializadoras
y destructoras del mercado interno que seguirían plenamente los
golpistas y genocidas de 1976, bajo la batuta del ministro oligarca Martínez
de Hoz. Con la mundialización dirigida por el capital financiero
internacional y comenzada a mediados de los 70, se impuso lo que Joachim
Hirsch llama el "Estado de competencia". O sea, la preocupación
esencial por pagar la deuda externa con una moneda estable y por lograr,
cualquiera fuese el costo social, inversiones extranjeras.
Tal política redujo las exportaciones y potenció
las importaciones, destruyó la pequeña y mediana industrias
y fuentes de empleo, aumentó la desocupación, pauperizó
a vastos sectores de los trabajadores y de las clases medias, requirió
la venta masiva de los activos del Estado, golpeó fuertemente los
servicios (sanidad, educación, sobre todo) y convirtió al
Estado en simple aparato débil, corrupto e impopular cuya preocupación
central es la succión de recursos nacionales para satisfacer al
capital financiero internacional.
El resultado está a la vista en la quiebra económica,
financiera, productiva y en el aumento de la miseria y el desempleo. La
continuación de este modelo de subordinación total a los
diktats del Fondo Monetario Internacional, que es la mano de Estados
Unidos, y del capital financiero internacional, no sólo es ética
y socialmente intolerable sino que es también insostenible. Por
lo tanto pone en el orden del día la necesidad de una alternativa,
sobre la cual retornaremos en la segunda parte de esta nota.