Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 9 de junio de 2002
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Capital
CON VISTA AL ZOCALO

José Agustín Ortiz Pinchetti

Matrias capitalinas

EN ESTOS días se han caldeado las discusiones en torno a la nueva ley de cementerios. ¡Imagínense ustedes: no sólo discutimos sobre cómo deben vivir los vivos sino cómo deben descansar los muertos! La fracción panista en la Asamblea ha presentado una iniciativa modernizadora que ha desencadenado la resistencia de cientos de vecinos de las delegaciones Tláhuac, Xochimilco, Milpa Alta, Tlalpan y Coyoacán, que han manifestado su enojo. Se sienten agraviados en su sentido de pertenencia, de identidad, de continuidad a través de la sangre y de la tierra que guarda los restos de los ancestros.

TODOS ESTAMOS de acuerdo en lo fundamental de la patria, pero en este punto lo que cuenta es la matria. "...al pequeño mundo que nos nutre, nos envuelve y nos cuida de los exabruptos patrióticos políticos, al orbe minúsculo que de alguna forma recuerda el seno de la madre...", según Luis González y González. Para muchos es muy difícil contar con una matria si se vive en el Distrito Federal. Si usted lector no tiene, búsquese una. Yo puedo entender a los vecinos de las delegaciones surianas porque, como ellos, tengo una matria propia en la capital. Es el barrio de San Miguel Chapultepec, y su entorno es el viejo bosque.

TODAS LAS noches, cuando llego a mi casa, percibo el aroma de la inmensa masa de árboles. Y este aroma se vuelve mucho más intenso y perfumado cuando llueve. Viví aquí durante mi adolescencia y he vuelto aquí como los elefantes vuelven al cementerio de marfil. Siento el gusto y las ternuras de quienes tienen su propio pueblo. San Miguel es para mí, y para muchas otras personas, mi barrio que, viviendo en la capital, es una variante de mi matria o mi pueblo.

CUANDO REGRESO cerca de medianoche bajo un aguacero mezclado con lluvia ácida y descubro el gigantesco perfil de la cúpula de la iglesia sabatina; cuando veo de reojo el mercado de flores colorido y reluciente, que vende día y noche en el lugar llamado el cambio de Dolores -porque aquí, hace miles de años, se cambiaban las recuas para subir los féretros al panteón de ese nombre-; cuando penetro al barrio por las pequeñas calles con arbolitos manchados por generaciones de perros amarillos; cuando constato que ya están cerradas las cortinas de hierro de la cantina El Puente, y de las tiendas de abarrotes, y de las recauderías y la farmacia; cuando voy repasando las paredes cubiertas de hiedra, las casas de un piso, los adefesios de tres, la pequeña cerrada que desborda un jardín y la escuela que celebra el día de la bandera todas las semanas; donde viven vecinos que yo conocí muy jóvenes y que han envejecido con el barrio cincuenta años... cuando siento alivio y alegría de penetrar mi territorio, me digo: ¡Ya llegué!" Aquí pertenezco.
 


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