José María Espinasa
México, Ƒun país de lectores?
La ambigua y en gran medida acrítica relación entre el Estado y la cultura mexicana ha tomado en los últimos años un aspecto de ópera bufa producto de ese cada vez más grande abismo entre lo que se dice y lo que se hace. Por ejemplo, el 28 de mayo el gobierno presentó el programa México: un país de lectores, construido sobre dos elementos enormemente peligrosos cuando se combinan: la chequera y la incomprensión. Cifras con muchos ceros y subrayadas colaboraciones de la empresa privada -como el donativo hecho por Microsoft-, una megabiblioteca combinada con microbibliotecas en las escuelas, todo con el aspecto de haberse hecho sobre las rodillas, sin reflexión, y con la única aspiración del boato para hacerse perdonar el más que evidente desprecio por la cultura, y en especial por el libro como eje sobre el cual se estructura su existencia.
No se había podido aún discernir el trigo de la paja cuando la Secretaría de Hacienda anunció, apenas unos días después, que se quitaba el beneficio fiscal que tenía el editor de libros en relación con el IVA, lo que dejó a los pocos que habían celebrado el programa colgados de la brocha y a los funcionarios del sector cultural con cara de pasmo. Pero una semana después, por voluntad presidencial, se da marcha atrás, pero no se entiende cómo.
Se dice una cosa y se hace otra. Esto no es nuevo en México, resulta una constante de los últimos 50 años. Lo nuevo es que se haga con tanto descaro y hasta con orgullo y sin disimulo de la prepotencia, manifestando claramente que el decir corresponde a la cultura pero el hacer a los economistas, sobre todo deshacer lo ganado por los ya de por sí ridículamente pocos lectores. Los autores no pagaban impuestos por sus derechos de autor y ya los pagan, los editores tenían una exención de 50 por ciento sobre el impuesto sobre la renta (ISR) y ya no lo tienen; los libros no tenían impuesto al valor agregado (IVA) y ahora (disimulado) lo tienen. Se arremetió contra los autores con una lógica impecable: si nadie escribe nadie edita y nadie lee, discurso apoyado en el resentimiento que la manipulación impulsa en la opinión pública (''Ƒpor qué tienen que tener privilegios?".) Esa es la sociedad que el Estado quiere, puros consumidores de Big brother.
Que quede claro: nadie escribe, nadie edita y nadie lee literatura. Otras cosas -por ejemplo los libros de autoayuda o el libro vaquero- sí, porque dejan dinero. La situación es triste, pero hay que verle la parte positiva. Los escritores pueden volver a las catacumbas, hacer sus textos y repartir algunas fotocopias o realizar lecturas a los amigos que les queden, en espera de tiempos mejores. Si algún lector surgiera milagrosamente tiene ya muchos (hay quienes dicen que demasiados) libros publicados por leer. ƑY los editores? Bueno, ellos pueden volverse jardineros en Los Angeles o en Houston.
Lo que resulta fascinante es cómo se comportan las estructuras sociales y los aparatos, confundiendo la gimnasia con la magnesia. Por ejemplo: pensar que las cosas se resuelven con bibliotecas en las escuelas es subrayar el hecho, socialmente aceptado, de que la lectura se liga al estudio y que terminado éste se está liberado de esa obligación. La mayoría de los universitarios no vuelven a abrir un libro después de que han dejado la escuela. En esta dirección se han creado iniciativas bien intencionadas como El rincón de la lectura, que edita y distribuye un catálogo bien planeado, pero -se sabe- eso no basta para que lo editado sea leído. Se ha dicho muchas veces: la prioridad es crear lectores. Pero éstos no se crean por decreto. No se crean, tampoco, en la escuela (salvo cuando los alumnos tienen la suerte de encontrarse con un profesor excepcional que les contagie su entusiasmo), sino en el tejido social que considera a la lectura una virtud.
Daniel Penac recomendaba -casi suplicaba- en su libro Como una novela que el papá se pusiera delante de un libro aunque no lo leyera, para despertar el deseo en el niño (por simple proceso imitativo) de acercarse a ese extraño objeto. Bastaría que en el engendro ya mencionado de Big brother hubiera un librero en la pared y de vez en cuando alguno de los ''recluidos" tomara un libro, para conseguir más lectores que con El rincón de la lectura. Pero si en una telenovela hubiera lectores existiría una contradicción ideológica. Así, lo primero que se tendría que hacer es diferenciar entre la lectura como obligación, para hacer una tarea en la secundaria o la tesis en la universidad, y la lectura por placer. Y contra todas las campañas que se realizan esta última es la única que puede crear lectores.
No se trata de restarle importancia a la labor pedagógica, necesaria desde luego, pero esas bibliotecas de las escuelas tendrán -supongo- una enciclopedia, diccionarios, libros de consulta y si acaso una colección de clásicos. De nada serviría que tuvieran una colección de jóvenes poetas o novelistas cuya calidad se está justamente poniendo en juego ante el juicio de lectores que leen por gusto. De la misma manera una megabiblioteca es necesaria -pero, Ƒqué no existe ya una?- para, y perdón por lo rimbombante de la frase, la custodia del conocimiento. La razón del por lo visto fugaz éxito de los clubes de lectores impulsado por el Instituto de Cultura de la Ciudad de México (ahora Secretaría de Cultura) fue precisamente que no se planteaban como centros pedagógicos (al menos en primer término), sino de esparcimiento. Y aquí se vuelve a una ecuación inevitable: alguien que lee un libro es alguien que deja de ver la tele, aunque sea por algunos minutos, y su gesto escapa a su control, cada vez más omnipresente (incluso por encima del Estado, del cual es ya no soporte ideológico sino socio económico.) Por eso no deja de ser contradictorio, aunque se le pueda conceder la bondad de la intención, orquestar el programa de promoción de la lectura sobre figuras mediáticas.
Así las editoriales han confundido el asunto y tratan no tanto de tener lectores sino de vender libros. Si después estos sirven para el boiler a ellas les importa poco, y por eso apuestan a una venta masiva (donde el juego de palabras es inevitable) -las grandes superficies contra las librerías, los grandes tiros contra la edición minoritaria- y a la compra de libros por el Estado o la asignación de libros de texto, magra zanahoria que éste sigue agitando por delante del raquítico Platero. Pero si vender es necesario, tener lectores es el piso sobre el cual se apoya la subsistencia de los sellos editoriales más allá de las coyunturas y el único que puede garantizar su libertad. Porque es justamente esto último -la libertad de publicación- lo que está comprometido, y no por razones ideológicas inmediatas sino a largo plazo, es decir: por presiones económicas.