lunes 17 de junio de
2002 |
TAUROMAQUIA Riesgos y paradojas del toro chico n Alcalino |
El jueves se
celebraba en Madrid la Beneficencia, la corrida más
lujosa del año. La arruinaron los "toros" de
Núñez del Cuvillo, inexplicablemente aceptados por las
autoridades del coso de Las Ventas, y el malhumor del
tendido arrasó con la tarde. La víspera, en Salamanca,
el respetable, cansado de ver desfilar becerros, había
despedido a la terna a cojinazos, afeándole la
alternativa del prometedor Javier Valverde. Y era de
Victorino Martín, ni más ni menos, la rata que un día
antes soliviantó los ánimos en Ciudad Real, donde la
paciencia de un público habitualmente entusiasta y
aplaudidor quedó colmada por la insignificancia del
ganado. Y ni hablar del escándalo dominical en
Barcelona: ya se había corrido la voz y no se llenó la
plaza, mas los asistentes pudieron desahogarse coreando
con olés de chunga el toreo de salón a que dieron lugar
los toretes de Zalduendo. Común denominador de estos
cuatro fraudes fue la presencia de las dos principales
estrellas del firmamento taurino hispano: en Madrid y
Barcelona José Tomás; en Salamanca y Ciudad Real, El
Juli. El truco amenaza a tornarse contraproducente. Degradación imparable. La conocida máxima ya lo prevenía: cuando el torero crece, el toro decrece. Hace más de 100 años fue El Guerra, después, Joselito y Belmonte en España y Gaona en México. Y desde Manolete, cualquier figura con mando en los despachos procuró imponer reses sin trapío. El acabose lo marcaría la época de El Cordobés, que forzó a las Cortes españolas a legislar la famosa ley del guarismo del año herrado en toda res de lidia como garantía de respeto a la edad reglamentaria, ya que no contra el afeitado y otras inacabables lacras. En cambio, en México no existe garantía legal alguna, y la poliferación del becerro mocho es irrefrenable, incluso en la capital y sobre todo de Manolo Martínez para acá. Por eso los públicos, más sensibles a la burla de lo que suponen los corruptos, les han hecho ya el vacío a lo que fuera durante la mayor parte del siglo XX su espectáculo favorito. Como a toda forma de mal social, la general complacencia resulta su mejor aliado. El papel de los mandones. Para el aficionado perspicaz, la culpa la tiene la figura del cartel y a ella destina sus dardos más agudos, como sucediera en Madrid con José Tomás, que de ídolo pasó el jueves a reo (significa esto que en México -donde la gente ya traga sin rechistar lo que le sirvan- ¿estemos alcanzando el punto de "no afición" implícito en esta fórmula? Quien quiera y pueda que lo reflexione). Ya El Juli había pasado por algo parecido cuando Guadalajara y la México lo repudiaron, si bien alcanzaría cumplido perdón al cortarle el rabo a un novillote el pasado 5 de febrero, Día Nacional del Villamelón. En nuestro país, la necia cantinela de que los toreros "le salen a lo que les echen" y son, por tanto, inocentes de toda culpa, empezó a sonar con Garza y Manolete, y todavía se escucha con profusión, señal de una degeneración cada día mayor, sin que haga falta presencia española en los carteles, pues para eso tenemos a nuestro Eloy Cavazos, cuyo ridículo al ir a despedirse a Madrid estaba cantado. Como es bien conocido, la figura taquillera en turno impone sus condiciones a través del apoderado, ambiguo personaje encargado de proteger los intereses del divo, empezando por su integridad personal como condición indispensable para la continuidad del negocio. Ese proteccionismo, extremado al límite de las circunstancias, lo está ejerciendo ahora Martín Arranz con José Tomás, comprometiendo fatalmente, tanto como lo hiciera Camará con Manolete, la ética en que el torero venía sustentando su tauromaquia. Y convirtiéndose, con los Loazno y su Juli, en abanderado de lo que Leonardo Páez ha nombrado la "mexicanización de España" extraña y lamentable forma de conquista a la inversa. |