Marcos Roitman Rosenmann
La huelga general: ¿éxito o fracaso?
La actitud arrogante y despótica mantenida por
el gobierno del Partido Popular con José María Aznar a la
cabeza hacia los sindicatos convocantes de la jornada de huelga general
el 20 de junio debe ser interpretada como parte de una política
interna desarrollada desde los años 80. Nunca ese partido pensó
que una huelga general iba a ser convocada durante su gobierno. De aquí
su irritación y su ofuscación con los sindicatos. Hasta ahora,
el Partido Popular podía vanagloriarse de haber apoyado las anteriores
cuatro huelgas generales realizadas du-rante el gobierno del PSOE. Todas
ellas, comenzando por la del 20 de junio de 1985 y siguiendo por las del
14 de diciembre de 1988, la del 28 de mayo de 1992 y la del 27 de enero
de 1994, han tenido como fin evitar los recortes en materia de pensiones,
en los beneficios de la seguridad social y la desregulación liberal
del mercado de trabajo. Siempre los convocantes han sido los sindicatos.
Partidos y organizaciones sociales se han plegado o han rechazado las convocatorias.
Salvo la huelga del 14 de di-ciembre de 1988 cuyo elevado éxito
responde a condicionantes extrasindicales, de-biendo incorporar en su análisis
motivos políticos tan heterogéneos como la decisión
del PSOE de pedir la entrada de España a la OTAN dos años
antes, el rechazo y el descontento en la izquierda política y social
por las formas despóticas de gobernar del PSOE o la todavía
existente guerra fría con una derecha centrada en presentarse
como la alternativa real de gobierno.
Todos estos factores, más otros no enunciados,
facilitan entender por qué la huelga general de 1988 se transforma
en un acontecimiento sociopolítico irrepetible. De esta huelga,
por ejemplo, data el proceso de re-fundación de Izquierda Unida
como movimiento político social y su consolidación como la
tercera fuerza política del país. Pero aquí viene
lo interesante. A pesar del mayoritario seguimiento que tuvo dicha huelga,
debemos señalar que ni PSOE ni gobierno cambiaron de rumbo. Mas
bien tomaron buena nota de lo ocurrido sin mayores aspavientos. La huelga
consolidó la ruptura en-tre el PSOE y la UGT, su tradicional sindicato.
Buscó renovar la cúpula del mismo ejerciendo presión
contra su militante y lí-der, Nicolás Redondo. La renuncia
llegará tres años más tarde motivado por el escándalo
de la sociedad cooperativa de viviendas del sindicato. El PSOE no persiguió
una estrategia de confrontación directa con los sindicatos, más
bien trató de disminuir su influencia social en el proceso de negociación
colectiva de los trabajadores y siguió profundizando en sus reformas.
Dialogó, conversó, invitó, platicó, se entrevistó,
pongase cualquier sinónimo, pero no modificó sus decisiones.
Desde los años 80 los sindicatos han venido sufriendo este revés
en su capacidad de incidir sobre las políticas so-ciolaborales.
La pérdida real y continuada de derechos de los trabajadores durante
los pasados 20 años en España es un hecho objetivo. ¿Por
qué negar que Rodrigo Rato, vicepresidente primero de gobierno,
tenía razón cuando le recordó en el Parlamento al
secretario general del PSOE, Rodríguez Za-patero, que durante todos
los gobiernos del PSOE se habían aprobado medidas de re-cortes a
los trabajadores y no por ello apoyaron las reivindicaciones de los sindicatos
contra el gobierno de Felipe González?
Todas las huelgas generales realizadas, incluida ésta
del 20 de junio de 2002, han tenido el mismo recorrido. Logran incidir
sobre la conciencia de los trabajadores, pero se estrellan a la hora de
forzar un cambio en las políticas laborales de los gobiernos, hayan
sido las propuestas del PSOE o las defendidas hoy por el Partido Popular.
De más está señalar que entre ambas hay continuidad
y no ruptura. Lo enunciado permite constatar un empobrecimiento de la capacidad
de influencia de los sindicatos en el proceso de negociación colectiva.
Sin embargo, esta debilidad no tiene su correlato con una pérdida
de legitimidad de los sindicatos como representantes de los intereses colectivos
de los trabajadores. Su mantenimiento como estructura institucional de
mediación facilita la estrategia em-presarial de negociar acuerdos
menores, sobre todo los referentes a la jornada laboral y los incrementos
salariales, considerados hoy por los empresarios y la patronal como no
estructurales. Los sindicatos no han sabido diseñar una estrategia
sindical de la cual emerja una nueva cultura de negociación capaz
de considerar aspectos más allá del salario y la jornada
laboral.
El problema es de fondo. La presión ejercida por
los sindicatos logra retardar la puesta en práctica del proceso
de reforma laboral orientado bajo los principios del liberalismo económico,
pero no puede revertir su dirección. En algunos casos, como el actual,
acelera su imposición. Puestos en estas circunstancias cabe preguntarse,
sin acritud, si la huelga del 20 de junio de 2002 rompe dicha dinámica.
La postura del Partido Popular parece confirmar la decisión de no
dar marcha atrás en lo que se refiere al entramado de la reforma
por prestación de desempleo.
Son estos antecedentes lo que habilita pensar que la huelga
general, más allá de la mo-vilización y simpatía
social levantada entre la ciudadanía -la encuesta del Centro de
Investigaciones Sociológicas realizada entre los días 5 y
7 de junio indicaba que más de 50 por ciento de la población
consideraba que había motivos suficientes para hacer huelga-, no
tendrá repercusiones directas sobre el decreto ley. Lo verdaderamente
destacable es que su convocatoria deja al descubierto la pérdida
del papel negociador de los sindicatos en la política laboral e
igualmente desnuda los comportamientos autoritarios e intolerantes de la
nueva derecha española y deja en entredicho su talante democrático,
si alguna vez lo ha tenido.
Considerada la convocatoria de huelga general por los
responsables del Partido Popular y los ideólogos del gobierno un
acto de fuerza de los sindicatos, quieren dejar las cosas en su sitio y
hacer ver a los mismos su reducido peso político en el proceso de
toma de decisiones, aunque le reconozca su papel de mediador en las demandas
sociolaborales de los trabajadores.
Para el Partido Popular no hay nada que negociar. Lo más
introducir ciertos cambios que no desvirtúen el decreto. A partir
de este momento el gobierno del Partido Popular busca que sus aliados naturales
introduzcan modificaciones para dar apariencia de apertura. No cierra las
puertas del diálogo a los sindicatos como instituciones, pero los
in-habilita a la hora de la negociación. Si todo sigue igual, efectivamente
podemos señalar que la huelga general constituye otro revés
más en los ya mermados derechos de los trabajadores, no importa
que media España haya hecho sentir su oposición. En este
sentido se impone la línea dura y consistente del Partido Popular
y el gobierno, donde se hace oídos sordos a las voces de los sindicatos.
Con un sentido propagandístico y de corto plazo se descalifica la
convocatoria, reduciendo sus efectos y presenta su realización como
un acto político no reivindicativo. Plantea que los objetivos verdaderos
tenían como fin desestabilizar y romper la voluntad de mando del
gobierno. Todo ha sido un montaje y acusa a los sindicatos de ser instrumentos
del principal partido de la oposición y de Izquierda Unida. Nuevamente
será el vicepresidente primero de gobierno, Rodrigo Rato, quien
asuma la voz del Partido Popular y el gobierno manifestando que esta huelga
general es la derrota más importante del PSOE en sus pasados 20
años de vida política, para situar en un mismo plano una
huelga general y dos derrotas electorales en 1996 y 2000. Todo está
dicho. Mientras tanto, el gobierno de José María Aznar celebra
la cumbre de jefes de Estado y gobierno de la Unión Europea, realizada
en Sevilla, seguro de haber salido airoso del envite de los sindicatos
y con la mirada puesta en buscar la expulsión de los emigrantes
sin papeles.