lunes 24 de junio de
2002 |
Tauromaquia Temporada Chica n Alcalino |
Ya es habitual en
Rafael Herrerías reducir a su mínima expresión la
anual temporada de novilladas en la Plaza México. El
tipo empieza siempre por desgarrarse las vestiduras ante
la "falta de apoyo" de autoridades y taurinos
por igual, transita por un largo periodo de duda
hamletiana acerca de la conveniencia de dar o no dar
festejos -así deja transcurrir lo mejor del verano-, y
finalmente echa "paÕlante", al tiempo que se
autoproclama sostén y salvador de la fiesta. La comedia
está tan gastada que a nadie llama ya la atención. Es
algo tan repetitivo y fastidioso como su manipuladora
diatriba de cada rato contra la delegación y los jueces
de plaza, o su antigua incondicionalidad y sometimiento a
los designios de Enrique Ponce y su apoderado. Ortega y
Gasset encontraría en la falta de imaginación de
nuestros devaluados líderes sobrados para confirmar su
aseveración de que entre la historia del país y la
marcha de la fiesta de toros existen paralelismos
incuestionables. Para qué sirven las novilladas. Al revés de lo que el empresario de la Monumental da a entender con su errática conducta, las novilladas no son el capítulo más negro y oneroso de la fiesta, sino un elemento indispensable para su superviviencia. Si en México la fiesta está como está, el primer sitio donde indagar las causas es precisamente el capítulo novilleril, aquejado de anemia aguda debido a la cortedad de miras de un empresariado cuyos objetivos nunca van más allá de lo inmediato, ajenos a la búsqueda de talentos taurinos -lo único que nunca ha faltado en estas tierras, y por tanto la primera y fundamental víctima de tan pernicioso criterio. Prentender que el hallazgo de nuevos valores pueda surgir de la programación sin ton ni son de novilladas sueltas o "temporadas chicas" -una sola, ya que desaparecieron sin dejar huella las tradicionales de Guadalajara y Monterrey, seguras proveedoras de muchachos con hambre y sello para la anual serie capitalina-, es autocondenarse al fracaso. O, en el mejor de los casos, reducir las posibilidades concretas de éxito al puro azar. El camino. La búsqueda de muchachos con futuro implica una planeación cuidadosa y un esfuerzo permanente. Requiere amor a la fiesta afición, visión del negocio y los esfuerzos coordinados de un equipo de trabajo experto y perfectamente aceitado. Su misión no es aceptar recomendados y colgarlos del próximo cartel. Tampoco pasa por la adquisición de compromisos innumerables, útiles tan sólo para convertir en cuello de botella de cartelería, mientras el que triunfó o los que más prometen se ven sometidos a larguísimas esperas antes de volverse a presentar. Si no se dispone de un grupo de buenos veedores regionalmente distribuidos por el país, si no se fomenta la alianza con ganaderos dispuestos a darles becerras a los muchachos más prometedores y resuetos, si sigue habiendo vetos y listas negras, si no hay un verdadero plan de desarrollo profesional que se concentre en un corto o bien elegido puñado de novilleros incipientes y matadores jóvenes, los resultados seguirán siendo los ya conocidos. El abandono acrítico a inercias, la falta de imaginación y análisis, la ineptitud que se quiere disimular con gritos y bravatas, es decir, las únicas prácticas que Herrerías conoce y practica recorren exactamente el camino opuesto. Y representan el fracaso minuciosamente programado. Pero lo contrario, la adopción de ese programa de selección y seguidamente serio y bien estructurado que venimos añorado también está latente, y representaría la ansiada luz al final del túnel. |