Crónica Sero
Joaquín Hurtado
A las tres a.m. me despierta un clamor de gol. Cornetas, matracas y claxonazos por todo el vecindario. México se ha anotado el triunfo ante un equipo equis. Harto futbol en la tele, en la madrugada, en la sopa, pero nada útil para que me baje la fiebre que la ha cogido contra mis huesos. Balonazos en las tres hebras que me quedan de músculo y grasa corporal. Toda la tarde me la pasé a la orilla del retrete vomitando el suero que me preparó mi mujer. En mancuerna con la diarrea, las deposiciones han armado su propio mundial en mis tripas. Vaya fin de semana, y yo que quería largarme al desierto a mirar el eclipse de sol y pensar en lo cerca que estoy de Marrakesh.
Así es la rueda del infortunio del sida y sus secuaces. Si lo tienes cerca nunca te fíes de un vecino tan artero; si lo tienes lejos, mucho menos. Llega cuando no tienes ganas de atender visitas. A veces se queda meses dando lata. Luego se hace el dormido y uno cree que se ha librado de su insolente presencia. Sin tocar llega de madrugada, se mete entre tus sábanas y te agarra de patiño en el show de Itchy & Scratchy, la delirante parodia del gato y el ratón de los Simpson. No se marcha hasta que bien saciado de tus quejumbres y escasos linfocitos, alza el vuelo y pasa a joder a otro cristiano. Los perros ladran a su paso. ¿O le ladran al peladaje celebrante del gol mundialero?
Me llama mi madre y pregunta cómo me siento. Mejor, ma, mejor, le miento. A una madre no se le engaña jamás pero uno hace su mejor esfuerzo. --¿Quieres que vaya a verte? --No, madre, yo te llamo si me vuelve el retortijón. Pero la daga ahí está clavadita en la boca de mi plexo solar, brillando cual Sirio en Can Mayor. Ella lo sabe pero me deja concluir mi actuación, instalado en un dramón de Ismael Rodríguez. Cómo reconforta el ser mimado por nuestras sufridoras madres. Pero aquí cerca tengo a la fiera de mi mujer que apenas ve que me regresan los colores a la calavera y me suelta el rosario admonitorio de una esposa que no ha acabado de domar a la bestia que tiene por marido. Así deben ser los sermones de Martita a don Vicente. Pero uno no entiende de razones: no comas grasas, bájale a los picantes, no le entres a esas tripas, a esa barbacoa, a ese pozole. Y allí está el omnipotente y todoterreno entrándole a los triglicéridos y al colesterol que da pavor. Por eso no tengo cara para quejarme, madrecita mexicana, por eso no tiene caso que vengas a condolerte de esta infeliz víctima de sus vicios orales y debilidades carnales.
Y entre Martita, don Vicente, Mr. Bush y la vulgaridad patriotera en la tele, paso pesado mi fin de semana. Con el país cayéndose a jirones, con un mundo desgajándose a punta de tiros de penalty, con cada vez menos motivos para seguir fastidiando. Pero el lunes me desayuno con la historia de Simón. Un chaval de dieciséis que con su valentía provocó el Stonewall de Monterrey. A Simón se le ocurrió llegar debidamente maquillado a su clase de la prepa 9 de la UANL. Ante la ira homofóbica del director y maestros él sólo opuso la fuerza de sus convicciones: "Así me siento más cómoda", dijo. Con la amenaza de la expulsión y la poderosa protesta y amotinamiento de sus compañeros, fue suficiente para que un joven decrépito como yo acabara de levantarse de su lecho nauseabundo. Merci beaucoup, Simón del desierto.