José Cueli
Los toreros de la mañana
Al estampido del tradicional chupinazo y el clamoreo de los pamplonicas, se juntaron las sílabas del štorero, torero!, a San Fermín, patrono de las fiestas y la estampida de los toros por las calles mojadas y los desplantes más o menos ingeniosos de los mozos. Hasta que sonó la hora de la desgracia para algunos, corneados por los bureles, dándole su sabor a muerte a la feria que tornó universal Hemingway. Aparte los entre recortes y galleos a los toros realizados por los chavales, un mozo después de saltar sin pensarlo de una de las trancas, o sintió el salto al vacío, ese caer en un hoyo sin fin -que habla Le Roy- enlazando deseo y muerte y dando por resultado la belleza. Ese salto palpitante, deslumbrador, como un borbotón de vida, con los toros a escasos metros. Esa caída al vacío, al agujero negro, ahí donde no hay nada. Ahí donde se encuentra la muerte, abierta, en desborde hecho deseo.
Sombra encarnada en el misterio entre el tiempo y el espacio que se esfuma y se va. Tiempo del salto y el esquivar de cornadas en el espacio en la fugacidad del instante, en el deseo de jugar con la muerte, creyendo vencerla, en recortes cargados de hondura, la caída sin gloria, sin más recuerdo que el consignado en las notas taurinas de los diarios. Donde los únicos vivos son los muertos.
Y fuera de estas pinceladas de muerte -la verdad del toreo- el gris monótono de las corridas actuales; pocas luces, poco brillo -chispazos del Juli y el valor del Zotoluco, El Fandi y Ferrara-, sólo la alegría en los tendidos, los grupos con sus cantos y bailes, vestimenta blanca, boina y pañolín rojo y la música mexicana triunfadora: "Pero sigo siendo el rey... Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar"... por el vacío. Viva imagen del destino.