León Bendesky
Democracia
La democracia no hace feliz a la gente. Y no digo a los pueblos para no referirme a conceptos más abstractos, sino a la gente en su vida cotidiana, individual y colectiva, en cuanto a las condiciones que enfrenta hoy y a las perspectivas que se fija por delante. Tal vez lo que la democracia puede hacer es dejarnos ver por qué somos infelices. Y esto por cuanto tiende a hacer más nítidas las contradicciones de la sociedad en la que vivimos, sus deficiencias y tensiones, las grandes pequeñeces que parecen siempre rebasar las virtudes a las que, afortunadamente, aún somos capaces de llegar. Además, la democracia no garantiza nada: la administración pública no es más eficiente, los negocios privados no son más transparentes, el tráfico de influencias no aminora, las leyes no son mejores ni se aplican a cabalidad, los intereses establecidos quieren conservarse, la política no enaltece los valores, los servicios no tienen más cobertura y calidad, la seguridad y la integridad de las personas no se reparan.
La democracia no puede quedarse en la legitimidad de los votos, es decir, que éstos efectivamente se cuenten y los resultados se acepten y se respeten. Aquí ese ha sido un logro muy tardío, pero al parecer se afianza cada vez más, y no es éste un asunto menor. Pero tampoco es suficiente. La participación de las personas y de los grupos es un elemento relevante de la democracia, pero ella no puede ser definida en términos generales, y tampoco puede exigirse como norma; no todo puede ser sometido a que los ciudadanos tomen parte y digan su parecer. Así ocurre aunque sea sólo por una cuestión práctica, ya que no se cuenta con suficiente información y conocimiento de todos los asuntos y porque los gobiernos tienen responsabilidades que cumplir. De otro modo la democracia puede perder su esencia y convertirse en un proceso amorfo y en una fórmula ineficaz de ordenamiento de las cosas públicas. Ello es así puesto que requiere de una parte de autoridad que está en la base del mandato que se otorga mediante el sufragio a quienes gobiernan. Del otro lado, por supuesto, está la democracia que no consulta y no acuerda, y por la cual quienes gobiernan y administran creen, en cambio, que pueden imponer criterios, actuar con autoritarismo porque suponen que sólo su visión es válida, o que el poder que ejercen les confiere privilegios por encima de los demás. Ninguna de estas formas de la democracia nos sirve mucho.
El equilibrio de una sociedad democrática puede, entonces, ser bastante inestable. Estamos en esa situación. La democracia, hoy, no nos hace felices ni nos está sirviendo como esperábamos, y puede ser que ahí debamos enmarcar las ideas que tenemos de lo que se sigue llamando como la transición.
De manera escueta nos podemos preguntar: Ƒadónde es que transitamos? ƑEs el mejor camino para llegar? ƑEstá bien conducido el proceso? ƑCuánto dura la transición? Tampoco tenemos respuestas satisfactorias, ni en un sentido estrictamente político ni en un entorno de instituciones capaces de delimitar los compromisos que entraña lo que alguna vez se planteó como el contrato social que se requiere para vivir en colectividad. Esta es, tal vez, nuestra mayor carencia.
Y también esta sociedad requiere de modo urgente alguna mejoría que se note en el campo de la justicia social. Esta la podemos entender aquí de modo llano como un giro hacia una mayor equidad y abarca el tema de la pobreza y la marginación de grupos muy grandes de la población y, también, la desigualdad que expresa la fuerte concentración del ingreso, la diferencia en las oportunidades y en las condiciones de acceso a la generación de la riqueza. Muchas veces suele distinguirse la democracia de la justicia social, y ello con base en experiencias de sociedades que han carecido de libertad, de voz y de posibilidades de participación, pero que, en cambio, habrían logrado mejorar las condiciones de vida de la gente. De igual manera puede haber una sociedad con más apertura democrática y que esa condición no se exprese en un mejor estado de la justicia social. En este caso se erosiona aun más la legitimidad de la organización social y la cohesión cede su lugar a la tensión.
El terreno de los valores es siempre relativo, no se puede ya limitar la democracia ni aun a cambio de la oferta de más justicia social. Lo primero representaría una pérdida real, lo otro es cuando mucho una posibilidad incierta. Cuando se renuncia a la democracia ya es más difícil rectificar, no se sabe cuándo el autócrata decidirá volver a consultar a nadie. La democracia es un valor constitutivo de la justicia social, no conviene separarlas; el bienestar material de la sociedad puede ser un asunto que adquiera una fuerte valoración, pero sin duda será incompleto sin el conjunto de las libertades a las que tenemos derecho.