José Cueli
Misionero de La Paz...
Novillada aquí tropiezo y allá caigo, adornada con arranques de valentía, explosiones de sentimiento y jipios de dolor, entre el miedo líquido propio de los novilleros y la rechinante risa de los ''cabales'' entretenidos en guardar entre pecho y espalda la blanca espuma de la cerveza, que atraía moscas toreras de una pesadez y terquedad tan desesperante como la de las hormigas o los festejos novilleriles pasados por ellas.
Las hostigadoras moscas no se incomodaban por nada. Uno se las quita de la nariz y se van a los cachetes, se las espanta de los cachetes y regresan a la nariz, para subir después a los párpados; de ahí pasan al cogote, del cogote a los labios, de los labios a la nariz, hasta que uno se declara vencido.
Tenía una en la mano derecha y me acostumbré al picor y las cosquillas. Tenía otra en una oreja y ya ni me molesté en despedirla. La observé y de un salto al vacío fue y aterrizó sin hacer olas sobre la espuma que coronaba mi vaso cervecero, tratando de iniciar una amistad etílica que, dicen, son las verdaderas; las otras son pura y vulgar demagogia.
No me quedó más que compartir la fiesta con tres moscas, bebiendo todas de la misma fuente. Mientras, los novilleros seguían espantándole las moscas a los novillos de La Paz. De donde se desprende que a los toros no hay que espantarles las moscas, sino arrullárselas con la blanca espuma del pase natural cargando la suerte. Algo que no sucedió hasta que apareció un novillo de regalo -Misionero- con el que Christian Ortega nos regaló algunos naturales espléndidos a cuentagotas.