Bernardo Barranco V.
La jerarquía mexicana debe pedir perdón a los indígenas
La canonización de Juan Diego y la beatificación de los mártires cajonos son magnifica oportunidad para que la Iglesia se reconcilie con el mundo indígena. El obispo Raúl Vera ha ido más lejos y expresó que la Iglesia debería pedir perdón a las etnias indígenas mientras no se abra verdaderamente a la inculturación. A pesar de que se emite un documento sobre la cuestión indígena, por cierto muy poco difundido, la jerarquía católica ha perdido tiempo en cuestiones colaterales de la quinta visita pontifical y el comité organizador se ha empeñado en coleccionar errores que alejan a la institución de la dimensión religiosa del mundo indígena.
Debemos reconocer que en México las elites desconocen a las comunidades indígenas y ni siquiera hacen un esfuerzo por entenderlas. El alejamiento y la expresión de diversas formas de racismo no son privativos de la Iglesia, sino también de la sociedad, que pretende maquillar su desprecio con frases alegóricas de nuestros orígenes prehispánicos.
Es un hecho sólido que la Iglesia católica ha venido perdiendo terreno ante otras Iglesias evangélicas y nuevos movimientos religiosos; las estadísticas ahí están y estados como Chiapas, Tabasco y Oaxaca son ejemplos alarmantes. La Iglesia católica ha tejido una estrategia de reposicionamiento; sin embargo, ha venido enviando señales encontradas y contradictorias desde hace más de 10 años: por un lado, Juan Pablo II pide perdón a los indígenas debido a los excesos de la Conquista y ha sostenido un discurso consistente sobre los derechos humanos de las diferentes etnias del continente, mientras apura a las Iglesias locales a actuar. Su mensaje en Santo Domingo (1992), en Yucatán (1993) y en su última visita a México (1999) muestran a un Papa que insiste en que el evangelio debe convertirse en cultura como condición para una evangelización plena. No obstante, entre las palabras y los documentos, llenos de intenciones, existe una enorme brecha con la realidad y las inercias.
Las comunidades indígenas, especialmente católicas, sienten enorme confusión cuando se presentan señales contradictorias. Tal es el caso de la carta emitida por Jorge Arturo Medina (Culto Divino) al negar la ordenación de diáconos indígenas de la región de los Altos de Chiapas porque: "hay antecedentes que causan preocupación con respecto a la solidez y equilibrio de su formación", amonestando al obispo Felipe Arizmendi. Ante lo cual los indígenas responden estar "muy profundamente tristes en nuestro corazón". ƑCómo no van a sentir desorientación si los documentos y los discursos hablan de que la Iglesia quiere ser una presencia salvífica de Dios en las culturas indígenas, mientras los obispos y pastores más decididamente comprometidos con ellos son acusados de heréticos y de desvirtuar el mensaje cristiano? Son los casos de Samuel Ruiz García, cuando era obispo de San Cristóbal; de Raúl Vera, de Arturo Lona en Tehuantepec, así como de los desaparecidos Bartolomé Carrasco, de Oaxaca, y José Llaguno, de la Tarahumara.
Cuando la Iglesia exalta el culto guadalupano y sitúa a Juan Diego como mediador privilegiado del dramático tránsito hacia la conjunción de una nueva cultura, el comité organizador de la visita papal juega una broma de mal gusto a los indígenas al presentar una figura europeizada como imagen "oficial". Este hecho no puede ser minimizado, pues pone de manifiesto el actual alejamiento de sectores importantes de la Iglesia frente a la sensibilidad de los indígenas, así como poca sensibilidad.
La Iglesia es un conjunto de posiciones tan encontradas como las existentes en la sociedad. Avanza con jalones y desde los años 50 se han perfilado en el seno del Episcopado dos grandes posturas: una que acepta la evangelización del indígena, siempre y cuando sea de manera individual, en la que la persona debe despojarse de los aspectos sustanciales y de su cultura y creencias para asimilarse al nuevo mensaje. Así, el indio Juan Diego es exaltado por su sumisión y aceptación total e integral frente a la cultura del cristianismo.
La segunda posición acepta el mundo indígena desde su cosmovisión y cultura; el evangelio y la Iglesia deben incultarse con apertura y tolerancia a la complejidad cultural, y va más allá: el indígena no es objeto, sino sujeto de la nueva evangelización y las comunidades deben participar desde su posición autónoma en la conducción y en la estructura de la Iglesia a partir de un clero indígena que dirija las ceremonias y rituales indígenas.
Juan Diego simboliza, entonces, la resistencia y la lucha de un pueblo mexicano avasallado por la conquista militar española. Juan Diego vive en un mundo de rupturas, pero no renuncia a su cultura, según el Nicam Mopohua aporta un nuevo mensaje y transita hacia un nuevo modelo que posibilita la recreación de este mundo donde lo cristiano y lo indígena se funden. Detrás de las imágenes de Juan Diego se encuentran estas dos posturas polares y sus matices intermedios, por ello los mensajes durante las ceremonias de canonización y de beatificación de Juan Pablo II podrían ser significativos a condición de que no quedasen en la retórica ni en los tardíos reconocimientos a los indígenas.
A partir del levantamiento de 1994 y del surgimiento de movimientos sociales indígenas, éstos cada vez expresan más su desconfianza y recelo no sólo hacia los gobiernos, sino también a la institución católica. La canonización de Juan Diego es al mismo tiempo que una oportunidad, una amenaza para la presencia católica entre los indígenas.