Cuauhtémoc Cárdenas
Un católico soberbio, un Presidente humillado
México es un Estado laico. Así lo establecen nuestra Constitución y las leyes que de ella emanan, que son las que al asumir el cargo protestó cumplir y hacer cumplir el titular del Ejecutivo federal.
Para empezar, Vicente Fox ha violado su compromiso y su palabra al pasar por encima de lo que dispone el artículo 25 de la Ley de Instituciones Religiosas.
Tiene derecho, porque así lo establece la Constitución, a tener las creencias y a practicar la religión que decida, pero no debiera perder de vista, como lo ha hecho en los días de visita papal, que del 1Ɔ de diciembre de 2000 al 30 de noviembre de 2006 su individualidad y su investidura son indivisibles. Dejaría de ostentar la investidura presidencial sólo que mediara una licencia o una renuncia, no de otro modo.
En un mensaje público Vicente Fox pidió comprensión y permiso al pueblo mexicano, como católico practicante que es, de acudir como tal a las ceremonias que presidiría el papa Juan Pablo II, y creo que católicos y no católicos entendimos y aceptamos su asistencia a esas ceremonias en esa condición.
Pero no vimos al ciudadano católico Vicente Fox en las ceremonias papales. Un católico como todos los demás -que es el que pidió comprensión y permiso- no fue quien estuvo presente en la recepción al Papa. Ahí vimos a un hombre soberbio, que permaneció sentado al lado de Juan Pablo II, en una silla igual a la de éste; que saludó displicente, sin levantarse de su asiento, a los cardenales y obispos que pasaron a rendir homenaje al jefe de la Iglesia católica y que con atención extendieron su mano al alto funcionario federal. Esta soberbia contrastó fuertemente con la actitud de respeto y religiosidad de la señora Marta Sahagún de Fox, que se puso de pie y se inclinó ante cada uno de los jerarcas de su Iglesia.
Y más grave aún que eso resultó, para quienes entendemos la laicidad del Estado mexicano como tolerancia y como respeto a los demás, como respeto a uno mismo y a la investidura que se ostenta, ver al Presidente, que debe ser de todos los mexicanos, que debe respeto a todos los mexicanos, rebajarse y rebajar su investidura y rebajar la representación que tiene de todo un pueblo, humillándose ante un jefe de Estado extranjero, el jefe del Estado Vaticano, que es una condición de la que nunca podrá desprenderse Juan Pablo II.
Esa actitud ofreció otro contraste, en este caso con la de un declarado y orgulloso católico practicante, que íntimamente debe haber gozado y sentido una inmensa alegría al encontrarse frente al Papa y estrechar su mano, que ni un solo instante perdió de vista que lleva una alta investidura del Estado mexicano y representa a una colectividad plural, el senador Diego Fernández de Cevallos.
Hubiéramos querido entonces que ante Juan Pablo II se encontrara un católico humilde y un Presidente que portara su investidura con la dignidad que tiene y merece el pueblo mexicano.