Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 11 de agosto de 2002
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Cultura

Bárbara Jacobs

Novelas y libros

Todo indicaba que yo no iba a leer El día que Nietzsche lloró, de Irvin D. Yalom. Para empezar, cuando cayó en mis manos se trataba de un préstamo, con la advertencia del dueño de que no era un libro sofisticado, sino una simple novela, de esas que se exhiben y se venden ampliamente. En segundo lugar, la edición del ejemplar que recibí era la traducida al español de su inglés original. Para no entrar en mayores detalles, del cúmulo de prejuicios que atentaban en contra de que yo leyera ese libro, y que se refieren básicamente a la manía de no leer nada a menos que sea en el momento adecuado (por ejemplo: Ƒcómo voy a conservar un libro prestado hasta que le llegue el momento propicio para leerlo y poder regresarlo o cómo voy a leer una traducción, sin duda mala, cuando podría leer el original?), el más invencible era que se tratara de una novela.

Hay dos tipos de novelas: aquellas que son novela, y las que son libro. Yo me inclino más por estas últimas, al igual que todo buen lector (para Stevenson, es un buen lector el que, entre otras características, puede apreciar un libro opuesto a su gusto y principios personales, aun a sabiendas de que éstos, y no aquéllos, sean los que estén en desuso o equivocados). Me gustan las novelas-libro, y rechazo prejuiciadamente las novelas-novela. La definición de la diferencia entre unas y otras explica el porqué.

Mientras que las que son libro tienen como uno de los protagonistas principales el estilo o la forma de expresión escrita en que el autor transmite desde la concepción hasta la consumación de la obra en sí, las que son novela se limitan a que su interés recaiga exclusivamente en el argumento que desarrollen.

Es decir, mientras que las novelas-libro interesan, gustan, enseñan, entretienen, intrigan, conmueven, angustian, desesperan y divierten al lector sin que necesariamente las lea "hasta el final", o en orden, una o treinta veces, las novelas-novela sólo consiguen lo que sea que consiguen siempre y cuando el lector las lea forzosamente de principio a fin, en este orden exclusivo, y sin que, por otra parte, quiera o tenga que volverlas a leer, de hecho, nunca, pues se trata de productos desechables, como puede serlo un periódico que usas a manera de paraguas: porque te llovió sin que llevaras con qué protegerte, y prefieres usar ese periódico a mojarte, aunque luego pienses que habría sido mejor mojarse después de todo.

Un par de datos me hicieron desistir de mis costumbres. Quién es el amigo que me lo prestaba y, por otra parte, el recuerdo de haber ojeado el libro en cuestión en alguna mesa de librería sin que hubiera despertado mi interés. Tener al dueño como un lector sofisticado, fino, sensible, fue un motivo poderoso para derribar mis prejuicios y darle una oportunidad al autor. Pero lo que me convenció de leerlo fue Nietzsche en sí. El título sirvió de estímulo. Como en las mejores novelas de intriga, despertó en mí el deseo de llegar al momento en que el protagonista llorara, pues conozco bien el episodio en el que el filósofo, en la vida real, abraza a un caballo al que en su sueño golpeó y, al abrazarlo, llora sobre su cara.

Pero todo lo que las líneas anteriores quieren decir no es sino que esta novela, que es más novela que libro, por cierto, cumple como pocos libros, libros-libro, el principio establecido creo que por Horacio, que consiste en enseñar entreteniendo (con movimiento, gustando, interesando, intrigando, angustiando, divirtiendo, desesperando), por lo que estoy en gran deuda de gratitud con quien me lo prestó. Tan bien traducido que se me olvidó que no estaba leyendo el original, el libro me pasó la historia de ideas rompeaguas del siglo XX, y lo hizo tan nutridamente que me impulsaba a estarlo subrayando a cada rato, manía que, por tratarse de un libro prestado, no puede llevar a cabo. Tampoco es que lo tome a mal. El libro me dio tanto que, cuando lo relea, en un ejemplar propio, lo podré subrayar. Y subrayar.

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