A decir de sus moradores, la
Sierra Norte poblana ha enfrentado este año la peor de
las sequías en 32 años; los labriegos de esa zona,
junto a sus ingresos, han visto este año desplomarse los
precios del café, la pimienta y la vainilla.
Para ellos, la prioridad es encontrar la manera de
sobrevivir hasta que llegue la cosecha del próximo año,
"que a ver si se da", dicen; unos han emigrado
a Puebla, al Distrito Federal, o planean llegar incluso a
los Estados Unidos en pos del sustento diario que ya no
pueden obtener trabajando sus parcelas.
Quienes se quedan tienen que esforzarse por asegurar la
manutención de, en algunos casos, numerosas familias;
pese a este panorama adverso, fueron 470 personas las que
decidieron sumar a sus quehaceres una labor hasta
entonces inédita para ellos: aprender a escribir y a
leer.
Como se recordará, durante la incursión de
alfabetizadores en la Sierra Norte y en las faldas del
Citlaltépetl el año pasado, 350 personas resultaron
beneficiadas con los cursos impartidos; en esta ocasión,
470 moradores de los municipios de Jonotla, Tuzamapan,
Zoquiapan, Tenampulco y Ayotoxco fueron quienes
recibieron conocimientos por parte de los alfabetizadores
preparatorianos.
Por medio de los bachilleres de la UAP, las letras
"tocaron las puertas"-refirió José Huaxi,
morador de Xiloxóchitl-, y algunos de los otrora
analfabetas las abrieron con cierta renuencia de por
medio para aceptarlas en un inicio; pero una vez que las
conocieron, las hicieron parte de su vida diaria, al
igual que a los jóvenes alfabetizadores, que se
granjearon el cariño de los lugareños.
Luego de agotadoras jornadas para cortar y
"despicar" pimienta bajo temperaturas cercanas
a los 40 grados, los campesinos alfabetizandos -cuyas
edades iban de los 15 a los 94 años- se esforzaron por
no quedarse dormidos o pensar en sus preocupaciones
cotidianas frente a sus maestros, cuando éstos les
impartían sus lecciones incluso durante la realización
de otras tareas campesinas, como cosechar lo poco que les
dejó la tierra, alimentar animales o chapear los patios.
Muchos presentaron problemas de la vista o dolor en la
mano al tomar el lápiz por primera vez en su vida y
escribir, como don Constancio Dieguillo, un campesino de
94 años que resultó ser el alumno de edad más avanzada
entre quienes fueron atendidos por los alfabetizadores.
Como lo recordó su alfabetizador, Adrián Teutle
-estudiante de la preparatoria Simón Bolivar-, para
poder escribir don Constancio debió ocupar plumones
anchos y hojas cuatro veces más grandes que una tamaño
carta, debido a su problema de vista.
Al igual que a él, la memoria falló en varias ocasiones
a los alfabetizandos, por lo que la paciencia tuvo que
ser mayor y el esfuerzo doble, sumado esto a los
problemas por la falta de dominio por completo del
castellano, lo que a veces hizo más complicado el
aprendizaje, pero enriquecedor para los jóvenes
maestros, que tuvieron que entender los vocablos más
comunes en náhuatl.
El caso de don Constancio destaca por su esfuerzo por
aprender, ya que en la víspera de su alfabetización
sufrió un accidente cuando cayó al suelo mientras se
bañaba en el río, lo que le causó múltiples fracturas
de costillas que deterioraron de manera importante su
condición física.
Al momento de tomar clases, dijo Adrián, Dieguillo lo
hacía acostado sobre las tablas colocadas en el piso;
"para que viera, usé una libreta grande que le
construí, porque le quedaban chicas las
profesionales".
Desde su posición, el enfermo logró escribir
valiéndose de marcadores, refirió Teutle; "como
nunca en su vida había usado un lápiz, le llevé
plumones, y ya podía trazar las letras".
"La o salía como nube, pero ya lo podía hacer;
para que reconociera las letras usé un color para cada
una de las vocales".
También las relacionó con diferentes objetos para que
las memorizase más fácilmente: la e era un borrego
-porque hace ¡beee!-; la o era un limón".
"Luego aprendió las familias silábicas valiéndose
también de colores; deletreó usando fichas, y le hice
su nombre en piedritas. Otros alumnos colaboraron y se
rotuló su casa con su nombre y el de algunos objetos
ahí colocados".
Varias de las comunidades alfabetizadas tienen un origen
similar, como es el caso de Tiburcio Juárez, en el
municipio de Jonotla, cuyos inicios se remontan a 15
años atrás, durante una lucha por tierras.
Al igual que en diferentes poblaciones, supuestos
invasores fueron expulsados de campos de labranza, y
previa intercesión de algunos políticos, lograron
obtener tierras propias y fundar nuevas poblaciones que
en la actualidad carecen de algunos de los servicios
elementales, como agua, drenaje y energía eléctrica.
En medio de la marginación, los alumnos también
enseñaron a sus mentores las dificultades de la vida
campirana en uno de los rincones más subdesarrollados de
la entidad, donde los pisos de las chozas son de tierra,
los techos de lámina de cartón y las paredes de
carrizo.
Como lo confesó José Crescencio Póchotl, labriego de
59 años que aprendió a leer y escribir en Xiloxóchitl,
al principio privaba cierta desconfianza en la labor de
los alfabetizadores debido a que pensaban que "el
gobierno" enviaría a gente que sólo asistiría
unos cuantos días y sin poner mucho empeño en la
enseñanza.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario; lo malo,
continuó, "es que ya se van los maestros y no
podremos seguir estudiando porque tenemos que ir a
trabajar la milpa, y como regresamos tarde, ya no da
tiempo de estudiar, y vamos a tener que esperar a que
regresen para seguirle".
La despedida de la "familia"
Dan casi las 3 de la tarde en el ejido Flores Magón;
el calor deja sentir sus efectos mientras los pies de
Luis Gerardo Huerta, estudiante de la preparatoria Benito
Juárez, recorren por última vez los caminos que
atestiguaron su labor educativa.
Con su sombrero blanco y su playera pegada al cuerpo por
el sudor, el bachiller se encamina a una humilde choza de
carrizo, y al entrar saluda en náhuatl.
Lo mismo ocurre al llegar a las moradas de quienes hasta
ese día fueron sus alumnos; la primera en despedirlo es
María Mateo, de 30 años, quien tiene algunas
dificultades para hablar español y sin embargo es
representante del ejido ante el DIF de su municipio.
Sonriente, la diminuta mujer de rostro moreno y largo
pelo lacio recibe con emoción su constancia de
alfabetización de manos de Gerardo; éste, a cambio,
recibe un fuerte abrazo y un libro escrito en náhuatl,
lengua que comenzó a hablar y a entender a las pocas
semanas de haber llegado a dar clases a Flores Magón.
"Cuando ellos te hablan en náhuatl", explica
el preparatoriano, "es una forma de mostrarte que se
sienten en confianza contigo; que les respondas en su
lengua te hace sentir parte de ellos, de su gente".
En realidad, acepta Gerardo, si bien llegó a enseñar a
leer y escribir, él también aprendió a hablar un poco
de náhuatl, a "echar tortillas" -lo que pocas
veces es enseñado a los varones- y a entender que en
medio de la pobreza de un pueblo destaca la riqueza de la
honestidad y cariño de sus habitantes.
"Hasta hace dos meses yo no tenía familia
aquí", dice con la voz quebrada al dejar Flores
Magón y haberse despedido con emotividad de cada uno de
sus alumnos; luego sube a la camioneta en la que le
esperan sus compañeros, que al igual que Gerardo parten
"con medio mercado encima", luego de los
múltiples regalos que recibieron de sus alumnos.
Sin embargo, el más grande regalo, dicen, sería
regresar a estas comunidades, donde ya tienen otra
familia.
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