Washington intenta minimizar daños de
fraudes, advierte
Soros: en EU todos somos cómplices de la crisis
''Privó el fundamentalismo
del mercado''
Todo Estados Unidos se ha levantado en armas contra los
abusos corporativos y los malos manejos financieros. Nuestra indignación
corre pareja con el asombro: "¿cómo es posible que esto haya
ocurrido?" Los excesos de la bonanza de la década de 1990 y el clamor
por reformas que ha acompañado al derrumbe actual son en realidad
una característica recurrente de los mercados financieros. Lo asombroso
es que después de tantos ciclos de auge/caída aún
no entendamos en forma apropiada cómo operan los mercados financieros.
La sabiduría prevaleciente sostiene que los mercados
tienden al equilibrio, es decir, a un precio en el cual los compradores
y vendedores se equilibran unos a otros. Puede que eso ocurra en el mercado
de bienes, pero categóricamente no es así en los mercados
financieros. En éstos es difícil encontrar un equilibrio
porque no operan con cantidades conocidas; tratan de descontar un futuro
que es contingente respecto de la forma en que lo descuentan en el momento
actual. Lo que ocurre en los mercados financieros puede afectar los ''fundamentos''
de la economía que supuestamente dichos mercados reflejan, y esa
es la razón por la cual los años recientes han producido
un auge tan pronunciado y aparentemente irracional del mercado de valores,
seguido de una caída que es igual de pronunciada y aparentemente
irracional. En vez de una conexión de un solo sentido entre la oferta
y la demanda por medio de los precios del mercado, se da una conexión
de ida y vuelta: los precios del mercado pueden también alterar
las condiciones de la oferta y la demanda en forma circular. En mi libro
La alquimia de las finanzas, publicado en 1987, llamé ''reflexividad''
a esta conexión de ida y vuelta. Y me parece que explica mejor la
turbulencia actual de los mercados financieros que la teoría más
comúnmente aceptada del equilibrio.
Futuro imposible
Debido a esta conexión de ida y vuelta es imposible
determinar dónde reside el equilibrio. Los participantes en el mercado
tienen que prever un futuro que no sólo es desconocido, sino imposible
de conocer. La teoría de la reflexividad no ofrece una nueva forma
de determinar el resultado: sostiene que el resultado es imposible de determinar.
Por ejemplo, era predecible que la burbuja de la Internet estallaría,
pero era imposible predecir cuándo. Existe una encrucijada en cada
punto del camino, y sólo se determina el curso real conforme se
van tomando las decisiones. Tal visión socava las pretensiones científicas
de los economistas: se supone que las teorías científicas
explican y predicen; aceptar la reflexividad requiere reconocer que la
ciencia social en general y la economía en particular no pueden
brindar predicciones científicamente válidas. Este es un
cambio paradigmático que no ha ocurrido.
Si bien la reflexividad no puede producir predicciones
firmes, sí posee considerable fuerza explicativa. En primer lugar
explica cómo la tendencia prevaleciente en el mercado financiero
puede fortalecerse o derrotarse a sí misma. Para crear una burbuja,
la tendencia prevaleciente debe primero fortalecerse hasta el punto de
volverse insostenible y luego se fortalece en la dirección opuesta,
con lo cual acaba derrotándose. Todas las secuencias auge/caída
siguen esta pauta. En segundo lugar, al reconocer que las decisiones financieras
no pueden basarse en predicciones firmes del resultado, la reflexividad
llama la atención sobre el papel formativo que desempeñan
los conceptos erróneos en el desarrollo de las secuencias auge/caída.
Por ejemplo, en la bonanza de los conglomerados ocurrida en la década
de 1960, el concepto erróneo era que el incremento en el rendimiento
por acción era igualmente valioso si se producía por crecimiento
interno que por adquisiciones. Tengo bien presente cómo, después
del colapso de los conglomerados, el presidente de la Ogden Corporation
(a quien había yo vendido la empresa de ingeniería de mi
hermano) me dijo en una comida que las utilidades de la empresa se estaban
derrumbando porque ''ya no tengo un auditorio al cual tocarle'', es decir,
ya no podía usar esas acciones para adquirir compañías
y de esa forma elevar ganancias como por arte de magia.
Nos encontramos ahora en una situación similar.
Durante la bonanza reciente, las corporaciones se valieron de todos los
mecanismos a su alcance para elevar las ganancias y así satisfacer
las siempre crecientes expectativas que mantenían en alza constante
los precios de las acciones. Astutos ingenieros financieros inventaban
mecanismos más y más novedosos y, cuando se agotaron los
legítimos, algunas corporaciones se volvieron a los ilegítimos.
Cuando el mercado dio el vuelco, algunas de estas prácticas ilegítimas
quedaron expuestas. Por ejemplo Enron, como muchas empresas, recurrió
a las entidades de propósito especial (SPE, por sus siglas en inglés)
para que sus deudas no se reflejaran en sus estados financieros. Pero a
diferencia de muchas otras compañías, echó mano de
sus propias acciones para garantizar las deudas de sus SPE. Cuando el precio
de las acciones cayó, el esquema quedó al descubierto y Enron
se vio empujada a la bancarrota, la cual a su vez reveló otras irregularidades
financieras que había cometido. La quiebra de Enron reforzó
la tendencia a la baja del mercado de valores, lo que condujo a nuevas
bancarrotas y a más noticias de malos manejos empresariales y personales.
Tanto la tendencia a la baja como el clamor por acciones correctivas cobraron
impulso y se fortalecieron a sí mismos precisamente en la forma
descrita por la teoría de la reflexividad.
Si existe una diferencia importante entre la crisis actual
y, digamos, la bonanza de los conglomerados en la década de 1960
-en la cual los inversionistas también recompensaban el incremento
de rendimientos por acción sin preocuparse de la forma en que se
lograra-, sería una diferencia de enfoque. El auge de los conglomerados
se refería a un solo segmento del mercado de valores -los conglomerados
y las empresas que adqui-rían- y un segmento del público
inversionista, encabezado por los llamados fondos ''go-go''.
Cuando los conglomerados comenzaron a amenazar al establishment
financiero como un todo, éste cerró filas contra ellos. En
contraste, el auge de los años 90 abarcó toda la comunidad
de corporaciones e inversionistas, y el establishment actual, incluso
el político, fue totalmente cómplice. Enron, WorldCom y Arthur
Andersen no hubieran salido adelante con sus actividades ilícitas
sin el estímulo y el refuerzo activo de virtualmente todos los sectores
de la sociedad estadunidense: otras corporaciones, inversionistas profesionales,
políticos, medios de comunicación y público en general.
Mientras que el auge de los conglomerados terminó por la resistencia
del establishment, en este caso se permitió que el auge siguiera
su curso y la búsqueda de medidas correctivas sólo se inició
después del colapso. Incluso hoy, un gobierno pro empresarial trata
de minimizar los daños. Al buscar remedios no basta con hacer escarmiento
en unos cuantos delincuentes: todos estamos implicados y deberíamos
rexaminar nuestra visión del mundo.
Según la teoría de la reflexividad, los
conceptos erróneos o defectuosos son la causa, al menos en parte,
de la mayoría de las secuencias auge/caída. Al analizar lo
que salió mal en la década de los 90 podemos identificar
dos elementos específicos: un desgaste de las normas profesionales
y un dramático aumento en los conflictos de interés. En realidad,
ambos son síntomas del mismo problema general: la glorificación
de la ganancia financiera sin importar cómo se logre. Los profesionales
-abogados, contadores, auditores, analistas de inversiones, funcionarios
corporativos y banqueros- permitieron que la persecución de ganancias
derribara valores profesionales que habían prevalecido mucho tiempo.
Los analistas de inversiones promovieron acciones para ganar negocios de
banca de inversión; los banqueros, abogados y auditores contribuyeron
a las prácticas engañosas y las favorecieron por la misma
razón. En forma similar, los conflictos de interés se pasaron
por alto en la carrera demencial por obtener ganancias. Si bien sólo
un pequeño número de personas cometió actos que puedan
tipificarse como delitos, muchas más participaron en actividades
que en retrospectiva parecen dudosas y engañosas. Obraron así
gracias a opiniones legales tranquilizadoras, a principios contables generalmente
aceptados (PCGA) y a la cómoda noción de que todos los demás
hacían lo mismo. Cuando los principios de aplicación general
se codifican -como ocurre con los PCGA- las reglas, paradójicamente,
se vuelven más fáciles de evadir. Nació toda una industria,
llamada finanzas estructuradas, dedicada en su mayor parte a la evasión
de reglas. Una vez que se introducía con éxito una innovación
financiera, era imitada con entusiasmo, y los límites de lo aceptable
fueron empujados por practicantes sin escrúpulos. Se puso en funcionamiento
un principio de selección natural: los que se opusieron a dejarse
llevar fueron empujados a las orillas, y los que conducían el proceso
no veían las señales de peligro porque se veían impulsados
por su propio éxito y por el reforzamiento que recibían de
otros. Como dijo una fuente al Financial Times, ''no podían
ver el iceberg porque estaban parados en su punta''.
Reagan y Thatcher
En el fondo de esta persecución indiscriminada
del éxito financiero estaba la creencia de que el interés
común se ve mejor atendido cuando se deja a la gente ir en pos de
sus estrechos intereses. En el siglo XIX se llamaba a esto laissez-faire,
pero como la mayoría de sus adeptos actuales no hablan francés,
le he dado un nombre más contemporáneo: fundamentalismo del
mercado. Este fundamentalismo se volvió dominante alrededor de 1980,
cuando Ronald Reagan fue electo presidente de Estados Unidos y poco después
Margaret Thatcher llegó al cargo de primera ministra de Gran Bretaña.
Su objetivo fue eliminar de la economía las regulaciones y otras
formas de intervención gubernamental y promover el libre flujo de
capital y la actividad empresarial, tanto en el ámbito interno como
en el internacional. La globalización de los mercados financieros
fue un proyecto fundamentalista y ganó considerable terreno antes
de que sus desventajas se pusieran de manifiesto. El fundamentalismo del
mercado es una ideología falsa y peligrosa. Es falsa por lo menos
en dos aspectos: en primer lugar, interpreta en forma por demás
errónea el funcionamiento del mercado, pues da por sentado que los
mercados tienden al equilibrio y que éste garantiza la distribución
adecuada de recursos. Los economistas académicos han ido mucho más
allá del equilibrio general -la teoría en boga son los equilibrios
múltiples-, pero los fundamentalistas del mercado siguen creyendo
que están respaldados por principios científicos sólidos,
no sólo de economía, sino por la teoría de la supervivencia
del más apto enunciada por Charles Darwin.
En segundo lugar, al equiparar los intereses privados
al interés público, los fundamentalistas del mercado confieren
una calidad moral a la persecución del interés individual.
Pero si los mercados financieros no tienden al equilibrio, como sostiene
la teoría de la reflexividad, tampoco se pueden equiparar los intereses
privados al interés público. Dejados a su propio arbitrio,
los mercados financieros son proclives a conducir a extremos socialmente
destructivos. La falacia de atribuir calidad moral al mecanismo del mercado
cala aún más hondo. Lo que distingue a los mercados es precisamente
que son amorales, es decir, las consideraciones morales no encuentran expresión
en precios de mercado.
Esto es porque los mercados eficientes tienen por definición
tantos participantes que ninguno puede por sí mismo afectar el precio
de mercado. Incluso si algunos participantes se ven refrenados por escrúpulos
morales, otros tomarán su lugar a precios apenas marginalmente diferentes.
Por ejemplo, los moralistas no pueden evitar que las compañías
productoras de alcohol y tabaco atraigan capital más o menos en
los mismos términos que empresas menos pecaminosas. Por consiguiente,
los anónimos participantes en el mercado no necesitan preocuparse
en general por las consecuencias sociales de sus acciones porque esas consecuencias
son muy marginales. La amoralidad de los mercados financieros es uno de
los factores que contribuyen a su eficiencia: permite a los participantes
dedicarse al objetivo único de maximizar sus ganancias sin preocuparse
por las consecuencias sociales. (Por supuesto, el concepto de eficiencia
del mercado es sólo una abstracción. En realidad muchos participantes
no son anónimos y sus decisiones pueden arrastrar a otros.) Precisamente
porque los mercados son amorales, no podemos confiarles por completo la
distribución de recursos. La sociedad no puede sostenerse sin cierta
consideración al interés común. Si los intereses privados
no pueden igualarse al interés público, debe darse expresión
a éste en alguna otra forma que no sea por medio del mercado.
Aquí debemos establecer una distinción entre
hacer reglas y sujetarse a ellas. Como participantes en el mercado, debemos
buscar nuestro interés siempre y cuando sigamos las reglas. En cambio,
cuando hacemos reglas debemos guiarnos por el interés común,
y en una democracia hacemos las reglas entre todos. Al afirmar que el interés
público se beneficia al permitir que las personas persigan sus intereses
personales, los fundamentalistas del mercado han borrado la distinción.
Los que se adhieren a esta ideología de conveniencia no tienen escrúpulos
para torcer las reglas en beneficio propio. El resultado no es la competencia
perfecta sino un capitalismo tramposo, en el que los ricos y poderosos
se sienten justificados en disfrutar de su posición de privilegio.
La Reserva Federal
Los peligros del fundamentalismo del mercado son evidentes
en particular en la arena internacional. El desarrollo de nuestras instituciones
financieras internacionales no se ha mantenido al paso del crecimiento
de los mercados financieros globales, y en consecuencia hemos visto varias
crisis financieras importantes desde 1980. Su impacto en la economía
estadunidense ha sido relativamente modesto porque siempre que una crisis
amenazaba la prosperidad de Estados Unidos la Reserva Federal (banco central)
tenía una fuerte intervención, como ocurrió en la
crisis de manejo de capital a largo plazo, en 1998.
Pero muchos otros países -Argentina, Brasil, México,
Tailandia, Indonesia, Corea, Rusia- han sido devastados, algunos más
de una vez. En vez de reconocer que los mercados financieros son inestables
en sí mismos y que mercados mayores requieren de instituciones públicas
que mantengan la estabilidad, los fundamentalistas del mercado han llegado
a la conclusión opuesta: culpan de la inestabilidad al Fondo Monetario
Internacional (FMI).
Afirman que los paquetes de rescate del FMI han creado
un "peligro moral" al estimular los mercados para que extiendan más
crédito del que tendrían en otras circunstancias. Cediendo
a la presión de estos fundamentalistas, el FMI ha dado marcha atrás
a sus políticas, y en vez de entrar al rescate desde afuera impulsa
un rescate desde adentro, en el cual también el sector privado debe
hacer concesiones. En vista de que la motivación de los bancos de
inversión no es la caridad, quieren que se les pague por la parte
que realizan en el rescate, lo cual significa intereses más elevados,
que a su vez socavan aún más el crecimiento económico
de un país en desarrollo.
El cambio de política del Fondo Monetario Internacional
durante la secuela de la crisis de los mercados emergentes de 1997 a 1999
ha incrementado el costo del capital que se envía a los países
endeudados. En consecuencia, los años recientes han visto un reflujo
de la periferia al centro, como lo demuestra el creciente déficit
en cuenta corriente de Estados Unidos, que actualmente rebasa 400 mil millones
de dólares, equivalentes a 4 por ciento del producto interno bruto.
La situación tiene las hechuras de otra burbuja que tarde o temprano
estallará, aunque no se puede predecir cuándo. El reciente
debilitamiento del dólar es un signo ominoso, en especial porque
las principales alternativas, el euro y el yen, no son particularmente
atrayentes.
La crisis financiera de Brasil es aún más
amenazadora. Desde la perspectiva del fundamentalismo del mercado, Brasil
ha hecho todo bien; sin embargo, sus bonos producen actualmente más
de 20 por ciento en términos de dólares y ningún país
puede vivir con tasas de interés tan altas.
Después que el gobierno de Bush cedió en
su anterior oposición, el FMI preparó un paquete de rescate
por 30 mil millones de dólares, pero eso no impresionó a
los mercados. Ahora que se les ha hablado del peligro moral y de cargas
compartidas con el sector privado, están decididos a evitarlo. Después
de una breve retracción, las tasas de interés volvieron a
escalar a 20 por ciento.
Al imponer tasas de interés tan altas, los mercados
financieros se embarcaron en una profecía que se cumple por sí
misma y que está arrastrando a Brasil a la insolvencia. Si Brasil
fracasa, el sistema financiero internacional según está constituido
actualmente habrá fallado.
Los mercados financieros globales han creado un campo
de juego disparejo que no puede sostenerse en su forma actual.
Existe una necesidad urgente de reformar el sistema, fortaleciendo
la función del FMI como prestamista de último recurso para
los países que no pueden obtener crédito del sector privado
y animando a los países en desarrollo a buscar un crecimiento más
orientado a su mercado interno y reducir así su dependencia del
crecimiento dirigido por Estados Unidos. Esto requerirá cambios
institucionales de largo alcance, pero no hay indicio de que el gobierno
de Bush y otros con autoridad económica reconozcan esa necesidad,
en particular porque continúan casados con las teorías del
fundamentalismo del mercado.
Fundamentalismo mercantil
En la arena internacional, como en el terreno interno,
el fundamentalismo del mercado asume que la búsqueda colectiva del
interés privado produce estabilidad económica. Pero como
lo muestra la actual turbulencia, la falta de principios éticos
y preocupaciones sociales -sea entre gobiernos o entre contadores- crea
enorme inestabilidad. Los valores se forman exactamente mediante el mismo
proceso reflexivo que los precios del mercado. Como expliqué antes,
hay una conexión de ida y vuelta entre los valores y los fundamentos
de la economía (el desempeño económico de las compañías
y los gobiernos) por un lado y los precios del mercado por el otro. Existe
la conexión "normal" que se estudia en teoría económica,
según la cual las curvas de la oferta y la demanda determinan los
precios, y también una conexión reflexiva inversa, en la
cual los acontecimientos del mercado tienen repercusiones en los valores
de los participantes y en los llamados fundamentos. Mientras más
susceptibles sean los valores de los participantes a los acontecimientos
del mercado, más inestable se vuelve el sistema. Los principios
éticos, profesionales y sociales firmes son como un ancla que mantiene
estables los mercados financieros. En tal circunstancia las condiciones
se aproximan a lo que estipula la teoría económica: los valores
son más o menos independientes de los mercados, y el resultado es
un equilibrio más o menos estable. Pero cuando las personas persiguen
el éxito financiero sin tomar en cuenta otros aspectos, se vuelven
participantes voluntarios en procesos que en principio se fortalecen a
sí mismos pero a la larga se derrotarán.
Eso es exactamente lo que ocurrió en el reciente
ciclo auge-caída. Warren Buffett y unos cuantos más se negaron
a dejarse llevar por la exuberancia internacional de la década de
1990 y siguieron basando sus decisiones en los fundamentos del desempeño
económico. En cambio la gran mayoría de los inversionistas
fueron arrastrados por una ola que se alimentaba a sí misma y que
absorbió a muchas personas que nunca habían invertido en
acciones. El retiro de restricciones estimuló a los talentos emprendedores
e inventivos, y los intereses de los accionistas cobraron preferencia sobre
otras consideraciones. La exuberancia no fue del todo irracional. Sólo
cuando los fundamentos no lograron mantenerse al parejo de las expectativas
el proceso se volvió insostenible. Fue entonces cuando los principios
éticos y profesionales ya no lograron contener el proceso dentro
de un límite.
Mercados amorales
El argumento de la estabilidad es relevante no sólo
para los mercados financieros, sino para la sociedad como un todo. Como
hemos visto, los mercados financieros son amorales, mientras que la sociedad
no puede permanecer estable sin ciertos valores compartidos. Si bien la
amoralidad da eficiencia a los mercados, también los vuelve inhumanos.
Mediante el proceso político debe introducirse cierto sentido de
humanidad, aun si significa sacrificar cierto grado de eficiencia medida
en términos de producto interno bruto. Esta es la perspectiva fundamental
que se le ha estado escapando a la política estadunidense.
Los fundamentalistas del mercado han logrado convencerse
a sí mismos y a otros de que el objetivo apropiado de la política
es proteger los mercados de la reglamentación para favorecer la
eficiencia y el crecimiento económico, y apuntan al fracaso del
socialismo en todas sus formas. Pero este argumento está basado
en una lógica defectuosa: del hecho de que las reglamentaciones
sean deficientes no se deriva que los mercados no reglamentados sean perfectos.
El hecho es que todas las construcciones humanas, incluidos los mercados,
son imperfectas en un sentido u otro; la perfección está
fuera de nuestro alcance. Es allí donde todos los fundamentalismos,
entre ellos el del mercado, se equivocan siempre: se sienten dueños
de la verdad absoluta.
Claro está que al desarrollar un nuevo marco regulatorio
debemos recordar que las reglamentaciones tienden a ser aún más
imperfectas que los mercados. Requieren de un mecanismo de retroalimentación
que permita corregir los errores. Eso es lo que hace que los mercados regulados
sean superiores a la planificación central: en ausencia de la retroalimentación
que dan los mercados, la libertad de expresión y las elecciones
libres, no hay límite a los errores que pueden cometer los gobiernos.
En cambio la democracia puede mantener los excesos gubernamentales dentro
de ciertos límites, de la misma forma en que los gobiernos pueden
contener los excesos de los mercados financieros.
Conflictos de interés
En las últimas dos décadas, y en particular
a partir de 1990, hemos dado demasiada rienda suelta a los mercados financieros.
Hemos permitido que las corporaciones maximicen ganancias en detrimento
de consideraciones tales como la igualdad de oportunidades, la protección
ambiental y el mantenimiento de la red de seguridad social. Las normas
profesionales se han relajado y proliferan los conflictos de interés.
Corregir estas deficiencias requerirá mayor intervención
gubernamental. Es interesante que la medida que puede resultar más
efectiva para mejorar el ambiente sea la reciente directriz emitida por
la SEC que obliga a los altos directivos de las 947 compañías
más grandes a certificar sus estados financieros con retroactividad
al principio del año fiscal anterior. De esta forma se puede fincar
responsabilidad penal a dichos ejecutivos si los estados financieros no
dan una representación veraz de la condición financiera de
la empresa, incluso si se conforman a los principios contables generalmente
aceptados.
La directriz es lo bastante vaga para que los directivos
prefieran exagerar en las precauciones y revelar todas las prácticas
cuestionables. Vuelve a garantizar la supremacía de los principios
generales sobre las reglas particulares. Al hacerlo se remonta a los días
de gloria de la SEC antes de Mike Milken, cuando principios tales como
los negocios con personas involucradas en abuso de información privilegiada
(insider trading, en inglés) y la manipulación de
mercados no habían sido codificados por veredictos judiciales.
La legislación es sólo parte de la respuesta.
Las reformas legales deben venir acompañadas de un cambio fundamental
de actitud. En último análisis, las normas profesionales
sólo pueden ser mantenidas por los profesionales mismos, y los conflictos
de interés sólo pueden evitarse si las personas pueden reconocer
un interés común más allá de su interés
personal. Sin tal cambio interior, las nuevas legislaciones y reglamentaciones
sólo estimularán mayor evasión.
Es poco realista esperar que todos los participantes en
el mercado experimentarán de pronto semejante conversión
ética. Sin embargo, la opinión pública y el discurso
público, como lo vimos en la década de 1990, pueden tener
un impacto dramático en la conducta individual. Los estadunidenses
debemos volver a aprender la diferencia entre una colección de individuos
que persiguen cada cual su propio interés y una sociedad de personas
guiadas por el interés público.
De lo bien que reaprendamos esa diferencia podría
depender que este país y el mundo vuelvan a la estabilidad y prosperidad
económica en los meses y años por venir.
George Soros es presidente de Soros Fund Management y
fundador de la Red Sociedad Abierta.