y en Harlem
Alfredo Zepeda, Nueva York, septiembre. Como si la firma del Tratado de Libre Comercio hubiera sido una señal de salida, en 1995 comenzó el éxodo silencioso de los otomíes, nahuas y tepehuas desde el río Vinazco, en la sierra del norte de Veracruz, hasta el otro lado del Bravo y hasta Nueva York (Ojarasca, enero de 2001).
A los otomíes de Papatlar, Amaxac, Ayotuxtla, Tzicatlán, Pie de la Cuesta y Texcatepec se sumaron jóvenes solteros y casados de las comunidades nahuas de Agua Fría, Soledad, Apetlaco y tepehuas de Chintipan, Mirador, La Mina y el Coyol, para juntarse allá en el sur del Bronx y en el norte de Queens, en el barrio de Astoria.
Veinte, treinta de cada comunidad, a veces más de cien como en Tzicatlán, los jóvenes forman grupos de cinco a quince, para volar a Sonora. Allí indagan por las rutas de Mexicali, Nogales, Altar, Sonoíta y Agua Prieta; las mejores posibilidades de paso hacia Phoenix, la primera meta a salvo de la patrulla fronteriza, guiados por los polleros de Martín Orozco y Jorge Mendoza. Luego siguen las vueltas al aeropuerto para colarse en el vuelo a Newark por los huecos que de repente deja la vigilancia de la migra.
Desde el 11 de septiembre, cuando el derrumbe de las Torres Gemelas sacudió todo el país del norte, todos los controles se endurecieron. No hubo regresos masivos de los emigrantes de la sierra. Los otomíes aguardaron atentos a todo lo que los pudiera afectar. "Aquí hay guerra", avisaban los primeros telefonazos, pero todos estamos bien. La red de comunicación entre Manhattan y Queens funcionó con fluidez y en horas ya todos sabían dónde estaba cada quien. A los pocos días anunciaron: "La guerra ya se fue para otro lado. A todos los soldados ya los mandaron a Afganistán". Del edificio de la calle 153 y la Courtlandt los muchachos de Tzicatlán salían cautelosos, sacando la vuelta a policías y ambulancias. Sólo se acabó el trabajo en los restaurantes en la ahora llamada zona cero. El Nebraska Steak House, de la calle seis cerró las puertas; igual el Grammerci, cerca de Union Square. Los carwash del lado oeste continuaron funcionando las 24 horas, allí donde se alternan los de Ayotuxtla en turnos de doce.
En los meses siguientes las salidas de las comunidades se frenaron. Pero ya para enero de este año, pasada la fiesta del Xantolo y Navidad, la corriente de emigrantes hacia el norte volvió a engrosar su curso. En el paso de la frontera se estrechó la vigilancia, ahora con el pretexto de pescar terroristas. Ahora hay que caminar más horas desde la línea hasta conectar con la primera camioneta del pollero. "Se tardan más, pero todos están pasando", dicen en Pie de la Cuesta. También el pago para el coyote aumentó a 2 500 dólares, o más. Ninguno de los jóvenes se ha muerto en las arenas de Arizona, acostumbrados como están a remontar barrancas y a trepar las montañas de la sierra. "Eso sí" --platican los últimos que se fueron de Chila Enríquez-- "hemos visto a gentes tiradas debajo de los huizaches, y después supimos que allí murieron".
Con el repunte del éxodo, los agiotistas también han sacado provecho sin mover un dedo. No ajustan los parientes en Nueva York que apoyen para el pago del coyote. Los emigrantes recurren a los prestamistas de Tlachichilco, que cobran diez por ciento de rédito mensual. Jesús Aquino, tepehua de la comunidad de Chintipán acabó pagando 45 mil pesos por su pasada, después de un año de trabajo en el restaurant Zodiac. Al año y medio ha juntado apenas otro tanto. O sea que la mitad de lo que ha conseguido ahorrar se lo repartieron entre el coyote y la familia Ríos, los de la tienda de Tlachi.
Y los salarios tampoco aumentan, más bien tienden a reducirse. Los griegos, dueños de los restaurantes de Queens argumentan que el negocio está a la baja. Los nahuas de Agua Fría siguen ganando los mismos 300 dólares de hace cinco años, lavando platos en el Neptune, con todo y las propinas de los "delivres" a domicilio. Chucho Reyes, de Amaxac, ya se fastidió: "Nada más termino de hacer mi casa con los dólares que le mando a Josefina y me regreso a mi comunidad para quedarme". Muchos empiezan a repartirse de Nueva York a Conneticut, a New Jersey. Dicen que está mejor allá en Carolina del Norte, en las empacadoras de pollos, y de allí tal vez hay que ir a cortar naranjas a La Florida en la temporada.
Con todo, los muchachos de Texcatepec, que han escogido el trabajo de peones de albañil, ya aprovecharon que el descanso coincide los domingos para organizar su equipo de fútbol. El Deportivo Veracruz ya se inscribió en la solemne Liga Interamericana de Soccer, con su uniforme de rayas blancas y negras. El 28 de julio jugaron su primer partido en los campos deportivos de la isla de Randal, a la mitad del río entre Queens y Manhattan. El juego lo perdieron cinco a uno con el Skate, de los poblanos de Acatlán de Osorio. "Ganamos o perdemos o empatamos, pero con el juego nos animamos y estamos organizados como se acostumbra allá en Texca", comenta Joaquín Apolonio. Allí, entre la multitud de jugadores que se juntan en los campos de Randall, un poco se borra la nostalgia por la sierra, entre la música de merengue a todo volumen que prenden las familias de los beisbolistas dominicanos, y los puestos de tamales de la Mixteca, los tacos de Cuetzalan, y las picaditas de Colombia.
La migración va a seguir en medio de estos desarrollos
desiguales, neoliberalismos arteros y planes Puebla Panamá. Y los
indígenas de la sierra seguirán resistiendo para que la comunidad
no se desbarate y para ir construyendo pedazos de autonomía aquí
y entre los edificios color ladrillo del abigarrado Harlem.
Policía arrestando a un niño. Cuzco, 1924.
Fotos: Martín Chambi