Michel Houllebecq
Trópico tailandés
La nueva novela del escritor francés Michel
Houllebecq, Plataforma, se ha convertido de inmediato en uno de
los acontecimientos literarios más importantes en la actualidad
europea. Declaraciones recientes a la revista especializada Lire
han desviado la atención hacia el escándalo, materia prima
entre las preferidas de este escritor orientado hacia la reflexión
a caballo entre la filosofía, la sociología y la crónica
periodística. Con la autorización de Anagrama, que pondrá
a circular en librerías mexicanas en el transcurso de estos días
esta novedad bibliográfica, ofrecemos a nuestros lectores, como
adelanto, el capítulo inicial
Mi padre murió hace un año. No creo en esa
teoría según la cual nos convertimos en verdaderos adultos
cuando mueren nuestros padres; nadie llega a ser nunca un verdadero
adulto.
Delante del ataúd del viejo, me vinieron a la cabeza
ideas desagradables. El muy cabrón había disfrutado de la
vida; se las había apañado de puta madre. ''Tuviste críos,
imbécil...'', me dije con mucho ardor. "Metiste esa gran polla en
el coño de mi madre". En fin, yo estaba un poco tenso, no lo dudo;
a uno no se le muere alguien de la familia todos los días. Me había
negado a ver el cadáver. Tengo cuarenta años, y ya he visto
algunos cadáveres; ahora prefiero evitarlo. Por eso nunca he comprado
un animal doméstico.
Tampoco
me he casado. He tenido la oportunidad, varias veces; pero siempre he rehusado.
Sin embargo, me gustan las mujeres. Me arrepiento un poco del celibato
de mi vida. Me molesta en vacaciones, sobre todo. La gente desconfía
de los hombres que a partir de cierta edad se van solos de vacaciones;
creen que son muy egoístas y probablemente un poco viciosos; no
puedo decir que se equivoquen.
Después del entierro, volví a la casa donde
mi padre había vivido sus últimos años. Habían
descubierto el cuerpo una semana antes. Ya se había acumulado un
poco de polvo en los muebles y en los rincones de las habitaciones; vi
una telaraña en el vano de una ventana. Así que el tiempo,
la entropía y todas esas cosas se estaban apoderando del lugar.
El frigorífico estaba vacío. En los armarios de la cocina
había, sobre todo, bandejas individuales de comida preparada Weight
Watchers, frascos de proteínas aromatizadas, barritas energéticas.
Deambulé por las habitaciones de la planta baja mordisqueando una
galleta de magnesio. Hice un poco de bicicleta estática en el cuarto
de la caldera. A sus setenta años cumplidos, mi padre estaba en
una forma física muy superior a la mía. Hacía una
hora de gimnasia intensiva todos los días, varios largos de piscina
dos veces por semana. Los fines de semana jugaba al tenis y hacía
ciclismo con gente de su edad; me encontré con algunos de sus compañeros
en el tanatorio.
''¡Tiraba de todos los demás!...'', exclamó
un ginecólogo. "Tenía diez años más que nosotros,
y en una cuesta de dos kilómetros nos sacaba un minuto de ventaja''.
Padre, padre, me dije yo, qué grande era tu vanidad. En el ángulo
izquierdo de mi campo de visión veía un banco de ejercicios
y unas pesas. Imaginé rápidamente a un cretino en pantalones
cortos -con la cara arrugada, aunque por lo demás muy parecida a
la mía- hinchando los pectorales con una energía sin esperanza.
Padre, me dije, padre, construiste tu casa sobre arena. Seguía pedaleando,
pero empezaba a quedarme sin aliento y los muslos me dolían un poco;
sin embargo, sólo estaba en el nivel 1. Mientras repasaba la ceremonia
en mi cabeza, era consciente de haber causado una excelente impresión
general. Siempre voy perfectamente afeitado, tengo los hombros estrechos;
a eso de los treinta empecé a tener un problema de calvicie y entonces
decidí cortarme el pelo muy corto. Normalmente llevo trajes grises,
corbatas discretas, y no tengo un aspecto muy alegre. Con mi pelo a cepillo,
mis gafas delgadas y mi cara enfurruñada, inclinando ligeramente
la cabeza para escuchar un mix de cantos funerarios cristianos,
me sentía muy cómodo en aquella situación; mucho más
que en una boda, por ejemplo. Decididamente, lo mío eran los entierros.
Dejé de pedalear y tosí un poco. Alrededor, sobre las praderas,
caída la noche. Junto a la estructura de cemento en la que estaba
encastrada la caldera se veía una mancha parduzca que no habían
limpiado del todo. Allí habían encontrado a mi padre, con
el cráneo roto, en pantalón corto y una camiseta que decía
''I love New York''. Según el médico forense, lleva tres
días muerto. En último extremo, se podía pensar en
un accidente; habría podido resbalar sobre un charco de aceite o
algo así. Dicho esto, la verdad es que el suelo de la habitación
estaba completamente seco; y el cráneo estaba roto en distintos
sitios, incluso un poco de cerebro había llegado a desparramarse
por el suelo; parecía más verosímil concluir que se
trataba de un crimen. El capitán Chaumont, de la comisaría
de Cherbourg, tenía que pasar a verme aquella tarde.
Al volver al salón encendí el televisor,
un Sony 16/9 con pantalla de 82 cm, dolby surround y lector de DVD integrado.
En TF1 daban un episodio de Xena. La princesa guerrera, uno de mis
folletines preferidos; dos mujeres muy musculosas, vestidas con sujetadores
metálicos y minifaldas de piel, se desafiaban con sus sables. ''¡Tu
reinado ha durado demasiado, Tagratha!'', exclamaba la rubia. ''¡Soy
Xena, la guerrera de las llanuras del Oeste!''. Llamaron a la puerta, y
bajé el volumen.
Fuera había caído la noche. El viento agitaba
suavemente las ramas chorreantes de lluvia. En la entrada había
una chica de unos veinticinco años, de tipo norteafricano.
-Me llamo Aich -dijo-. Limpiaba la casa del señor
Renault dos veces por semana. Vengo a recoger mis cosas.
-Ah, sí... -dije-. Ah, sí... -Hice un gesto
que quiso ser de bienvenida; una especie de gesto. Ella entró y
le echó una rápida mirada a la pantalla del televisor: las
dos guerreras estaban luchando cuerpo a cuerpo, justo al lado de un volcán;
supongo que el espectáculo podía tener su lado excitante
para algunas lesbianas.
-No quiero molestarle -dijo Aicha-, sólo serán
cinco minutos.
-No me molesta -dije-. De hecho, nada me molesta.
Ella asintió con la cabeza como si lo entendiera,
detuvo la mirada un momento en mi cara; seguramente estaba evaluando el
parecido físico entre mi padre y yo, y quizás infería
un grado de semejanza moral. Tras uno segundos de examen se dio la vuelta
y subió la escalera que llevaba a los dormitorios.
-No se dé prisa -dije con voz ahogada-, tómese
el tiempo que le haga falta.
Ella no contestó, ni interrumpió el ascenso;
lo más seguro es que ni siquiera me hubiera oído. Yo volví
a sentarme en el sofá, agotado por la confrontación. Tendría
que haberle dicho que se quitara el abrigo; es lo que uno le propone normalmente
a la gente, que se quite el abrigo. Entonces me di cuenta de que hacía
un frío terrible en la habitación; un frío húmedo
y penetrante, un frío de bodega. No sabía encender la caldera,
no tenía ganas de intentarlo, mi padre estaba muerto y tendría
que haberme ido enseguida. Pasé a FR3 justo a tiempo para ver la
última fase de Preguntas a un campeón. En el momento
en que Nadège, de Val-Fourré, le anunciaba a Julien Lepré
que iba a jugarse el título por tercera vez, Aicha apareció
en la escalera; llevaba al hombro una bolsa de viaje que parecía
bastante ligera. Apagué el televisor y me dirigí rápidamente
hacia ella.
-Siempre he admirado mucho a Julien Lepers -le dije-.
Incluso si no conoce la ciudad o el pueblo donde ha nacido el candidato,
siempre tiene una palabra sobre el departamento o la minirregión;
siempre sabe algo del clima y de las bellezas naturales del lugar. Y, sobre
todo, sabe algo de la vida: para él, los candidatos son seres humanos,
conoce sus dificultades y sus alegrías. Nada de lo que constituye
la realidad humana de los candidatos le parece completamente ajeno u hostil.
Sea como sea el candidato, logra hacerle hablar de su familia, de sus aficiones,
en fin, de todo lo que a sus ojos constituye una vida. Los candidatos suelen
participar en una charanga, una coral, organizan una fiesta local, o se
dedican a una causa humanitaria. Sus hijos suelen estar en la sala. Por
lo general, uno saca del programa la impresión de que la gente es
feliz, y uno también se siente mejor y más feliz. ¿No
le parece?
Ella me miró sin sonreír; llevaba el pelo
recogido en un moño, la cara poco maquillada, una ropa tirando a
sobria; una chica seria. Dudó unos segundos antes de decir en voz
baja, un poco ronca por culpa de la timidez:
-Me gustaba su padre.
No se me ocurrió nada que contestarle; me pareció
raro, pero al fin y al cabo posible. El viejo debía de tener historias
que contar: había viajado a Colombia, a Kenia y a no sé dónde
más; había observado a los rinocerontes con prismáticos.
Cada vez que nos veíamos, se limitaba a ironizar sobre mi puesto
de funcionario, sobre la seguridad que me proporcionaba. ''Te lo has montado
bien...'', repetía, sin disimular su desprecio; en las familias,
las cosas siempre son un poquitín dificiles.
-Estudio para enfermera -continuó Aicha-, pero
como me he ido de casa de mis padres, tengo que limpiar pisos.
Me
devané los sesos para encontrar una respuesta apropiada; ¿debería
haberle preguntado sobre los precios de los alquileres en Cherbourg? Al
final opté por un "ajá..." con el que intenté comunicar
cierta comprensión de la vida. Pareció bastarle, y se dirigió
a la puerta. Pegué la cara a la ventana para ver cómo su
Volkswagen. Polo daba media vuelta en el camino fangoso. En FR3 había
una película rural que debía de desarrollarse en el siglo
XIX, con Cheky Karyo en el papel de un agricultor. Entre dos lecciones
de piano, la hija del propietario -interpretado por Jean-Pierre Marielle-
se permitía algunas familiaridades con el campesino seductor. Sus
abrazos tenían lugar en un establo; me quedé dormido en el
momento en que Cheky Kayro le arrancaba enérgicamente los calzones
de organza. Lo último de lo que tuve conciencia fue un plano a corte
donde se veía un grupito de cerdos.
Me despertaron el dolor y el frío; seguramente
me había quedado dormido en una mala postura, tenía las vértebras
cervicales paralizadas. Al levantarme tosí con violencia, y mi aliento
llenó de vapor el aire helado de la habitación. Curiosamente,
en la televisión daban La pesca, un programa de TF1; así
que tenía que haberme despertado, o por lo menos haber llegado a
un nivel de conciencia suficiente para apretar el mando a distancia; pero
no lo recordaba en absoluto. El programa nocturno estaba dedicado a los
siluros, peces gigantescos desprovistos de escamas, que a consecuencia
del calentamiento del clima se encontraban cada vez más a menudo
en los ríos franceses; les gustaban, sobre todo, las cercanías
del las centrales nucleares. El reportaje intentaba arrojar luz sobre algunos
mitos: era verdad que los silurios adultos llegan a medir entre tres y
cuatro metros; en el Dorme se habían visto ejemplares de hasta cinco
metros; no había nada inverosimil en todo aquello. Por el contrario,
era imposible que estos peces manifestaran un comportamiento agresivo,
o que atacasen a los bañistas. La sospecha popular que rodeaba a
los siluros parecía contagiar, de alguna manera, a los que se dedicaban
a pescarlos; el pequeño gremio de pescadores de siluros no estaba
muy bien visto en el seno de la gran familia de los pescadores. Los primeros
sufrían por ello, y querían aprovechar el programa para corregir
aquella imagen negativa. Cierto que no podían apoyarse en razones
gastronómicas: la carne de siluro era rigurosamente incomestible.
Pero se trataba de una pesca magnífica, inteligente y deportiva
a la vez, que tenía algunas analogías con la del lucio, y
que merecía más adeptos. Di unos pasos por la habitación
sin conseguir calentarme; no soportaba la idea de acostarme en la cama
de mi padre. Al final subí a buscar almohadas y mantas y, mal que
bien, me instalé en el sofá. Apagué la tele justo
después del documental La desmitificación del siluro.
La noche era opaca; también el silencio.