Hermann Bellinghausen
Refrigeradores
Siguiendo sus dos sombras, "la grande y la del suelo" como diría Carrera Andrade, echó a rodar la silla, del zaguán de la casa al escaloncito en la entrada del billar, cosa de medio kilómetro. La tarde agradecía a sol y sombra el esplendor casi cristalino de un sol que rozaba su mejilla inferior (de las cuatro que tiene) contra las azoteas de Narvarte. Las últimas banderas de ropa tendida no habían capitulado y aún agitaban su humedad recién lavada.
A montoncitos por la banqueta, las hojas de las jacarandas crujieron al paso de las ruedas de la silla. "Como bailarina", recitó Mónica el viejo leit motiv de su infancia herida.
Bonito empezaba el otoño, contra toda previsión. En vez de tomar el consabido avión a Calgary, sumirse en el olvido blando de la hermana trasterrada y dejarse flotar en las visiones de Kim su sobrina, decidió quedarse a terminar el libro de una vez.
Reapareció por el billar a una hora inapropiada, cuando los bolsones de siempre apenas desperezaban la zumba de ayer para curarla con cerveza y otra cadena más de partidas sin pena ni gloria.
Ese japonés, caramba, la marcó gacho. Seguía buscando recetas para olvidarlo. Bueno, se hacía la que buscaba, pues no mostraba inclinación alguna por el olvido. Esa sombra algún día se le volvería a cruzar.
No todo era tristeza. Mónica había amanecido con la sensación de ser más joven que antes. Sintió retornar de un periodo de vejez adelantada, y el tamiz de hipersensibilidad esperpéntica en los poros de cuando le va a bajar la regla.
Con el tiempo, hasta el grosero de Lepe comenzaba a respetarla. Lo apantalló la vez que vinieron del canal 11 (Ƒo fue el 22?) a entrevistarla. Así que la tullida era alguien, vaya. Hasta hablaron, los reporteros, con Choco y don Abed. Que por sus "testimonios".
Esta tarde, Lepe era el único de sus conocidos que había llegado. Y platicaron. De un tema raro: refrigeradores.
Lepe, tamaño treintón, todavía vive con su mamá; contó que con una lana que ganó en un bisnecito, le compró a su jefa un Acros nuevo, con congelador aparte y tres canasta para verdura.
Mónica no resistió cobrarle algunas de sus jodederas y dijo:
-Bonito regalo. Para que la señora le guarde al nene su comida, las chelas, las albóndigas por si el señor llega en la noche un poco hambriento. Rey de la concha.
-Qué pasó -se defendió Lepe-, si yo a mi jefecita la quiero mucho.
-No lo dudo -dijo Mónica, afilada por oleadas sanguinolentas del aguacero interior. Se alzó de la silla y caminó hacia la mesa, a retar al tal.
Lepe odia jugar con Mónica. Siempre gana ella. Pero no hubo manera de evitarlo ahora. El establecimiento se encontraba semivacío, no tenía pretextos para escurrirse. Sin desdeñar el factor sorpresa, que lo halagaba: Lepe, como todos, siente atracción por Mónica. Si antes fue capaz de llamarla "paralítica" y sugerir por celos que era una puta, fue por eso. No le era indiferente.
Le agradecía, con todo y puya, que no le guardara verdadero rencor. Que lo saludara de beso en la mejilla. Que le confiara que su refrigerador estaba hongueado porque hace quince días no lo abría y no se dio cuenta que termostato estaba en cero. Todo se pudrió. Apestaba, dijo.
Las sortijas de oro oscuro del pelo de Mónica descendieron sobre la franela verde, llevados en su vaivén de renca. Una por una, limpiamente, ella embuchacó las bolas. En orden. Pares y nones, rayadas y lisas.
Lepe casi no tiró. Lo salvó la campana cuando llegaron Cañizo, el Choco y unos rusos de la administación de maquiladoras, y hubo quienes se animaran a relevarlo en el suplicio. Pero antes, de anochecida, Lepe se oyó decir:
-Yo lo limpio y compongo. Conozco de refrigeradores, güerita. Necesitaríamos revisar que los hongos no se hayan metido al sistema.
La siguiente sorpresa que tuvo fue Mónica como si nada:
-Cuando quieras, Lepe. No sabes cuánto te lo voy a agradecer. Cabeza me falta para limpiar el dese. Nomás no lo abro. Y peor se honguea. Si lo reparas, te invito un buen trago.
Lo que Lepe casi se traga fue el gis que sostenía en los dientes. Logró articular que mañana mismo, en la tardecita, pasaba.
Mónica caminó a la silla para agarrar aire:
-Tu cáile, Lepe. Ahí voy a andar, trabajando.
Las apariencias de normalidad doméstica ofrecen alivio a los corazones oxidados, pensó Mónica, condecendiente por una vez consigo misma.