Juan Saldaña
Manuel Gomezperalta Damirón
Me encontré con Manuel Gomezperalta Damirón en los inicios de 1958, cuando ambos nos disponíamos a iniciar nuestros estudios profesionales de derecho.
Cumplía él con creces una de esas personalidades en que se mezclan la indudable simpatía personal, por un lado, con la reserva y adustez que delatan el tomarse en serio para los asuntos que más nos interesan. Capaz de bromas y comentarios irónicos, en muchas ocasiones aprovechó con nosotros la ausencia de un maestro o el repudio a alguna cátedra para dejar pasar media mañana en el pórtico de la facultad, tomando el fresco, charlando y analizando minuciosamente la muy frecuente belleza de nuestras compañeras aspirantes a abogadas.
La fineza de su trato y la pulcritud de su presencia adobada con atuendos de discreta elegancia, le dieron muy pronto cierta supremacía que siempre procuró y obtuvo el trato y la muy deseada intimidad con nuestras compañeras.
De diversas maneras, los integrantes de nuestro grupo de amigos condiscípulos corrimos la inevitable diáspora al término de nuestros estudios. Hubo quienes se quedaron en la cátedra. Otros, los más quizá, se dedicaron al ejercicio profesional en bufetes y despachos jurídicos en los que iniciaron y continuaron más tarde el ejercicio profesional del derecho. Otros más se metieron en política, alentados por la hospitalidad y patrocinio que les brindaban funcionarios de gobierno y jerarcas del partidazo que gustaban de disponer de las capacidades -casi siempre gratuitas- de estos noveles aspirantes a la responsabilidad administrativa e, incluso, a la carrera político-legislativa mediante la elección popular.
En aquella época (me siento anciano al evocarla) la convivencia en la universidad creaba relaciones de amistad en las que los condiscípulos constituíamos auténticas cofradías y grupos en cuyo seno nos debíamos unos a otros. Se creaban afectos duraderos, algunos de los cuales han sobrevivido heroicamente a las vicisitudes que ha fabricado la contemporaneidad de nuestro país. Era la vida generacional al amparo de la casa de estudios que todos recordamos con nostalgia.
Algún otro grupo de compañeros, presionados e impresionados por la indignación social ante las sempiternas desigualdades nacionales tomaron el camino de la lucha social. Se abanderaron con las ideologías revolucionarias en boga y se lanzaron a luchas que por años tuvieron que mantenerse en la clandestinidad. Se fueron al campo unos; otros a la industria y a los sindicatos. Muchos, desde diversos estados de la República libraron sus propias batallas para apoyar a los desprotegidos y a los muy frecuentemente perseguidos por sus posiciones políticas y por sus luchas.
Por muchos años perdí de vista a Gomezperalta. Sabía, de lejos, de sus experiencias en la judicatura por los caminos del derecho del trabajo.
Tiempos después, me llenó de gusto y orgullo su ascenso a la máxima responsabilidad laboral del país como secretario del Trabajo. Pude percibir sus esfuerzos sobrehumanos en las tareas de conciliación y amable composición de los litigios entre obreros y patrones. Asistí, a la distancia, a su sabia decisión de armar un grupo eficaz de colaboradores que, desde el seno de la secretaría y en las juntas de Conciliación integraron la avanzada de un laborismo consciente que defendió siempre los derechos de los trabajadores sin lesionar al sistema nacional de producción.
Los años pasaron y tiempo después la suerte me deparó volver a convivir con Manuel Gomezperalta en el desempeño cotidiano del servicio público en Petróleos Mexicanos. Compartimos una vez más esfuerzos y realizamos programas que, no tengo la menor duda, hicieron avanzar sensiblemente a la administración interna de esa noble y gran casa de los mexicanos que es nuestra empresa petrolera.
Durante el corto tiempo en que me correspondió el privilegio de colaborar a su lado, Manuel Gomezperalta Damirón me dio las más claras muestras de eficiencia y honestidad. Me mostró que el rigor administrativo y la fría disciplina del desempeño republicano pueden alternar con la calidez y la simpatía en el trato personal.
El rencuentro me produjo una inmensa satisfacción. Trabajé con gusto a su lado. Nunca tuve nada que reprocharle. Reconocí, en más de una ocasión, su recta actitud y su honesta disciplina en el manejo de los recursos de la empresa.
Tengo la certeza de que el juicio encaminado en su contra, con todo y los múltiples cargos de que se le ha hecho objeto se irá deshaciendo como trozo de hielo en las manos. Manuel es un mexicano de excelencia y no merece la agresión sufrida. Estoy seguro de que superará, sin dolores y sin resentimientos, esta injusta y dolorosa experiencia.