MAR DE HISTORIAS
Los pecados de la carne
CRISTINA PACHECO
Hundir el cuchillo, sentirlo destrozar la materia crujiente y fresca le produce a Gabriela una desconocida sensación de poder. No le basta: necesita algo más para saciar su urgencia de afirmarse y demostrarse que Humberto se equivocó al reprocharle sus claudicaciones y su falta de carácter.
Segura de que está haciendo lo correcto, Gabriela repite el movimiento de la mano derecha y con la izquierda hunde el tenedor hasta el fondo mientras se dice: "No es momento de arrepentirme. Le demostraré a Humberto que puedo hacerlo sola. Por una vez en mi vida no me quedaré a medio camino".
Imaginar el asombro de Humberto cuando sepa que superó la prueba refuerza en Gabriela su decisión de seguir adelante. Una alegría súbita la envuelve. Clava el cuchillo con vigor asesino. Una gotita salpica su mejilla. Incómoda, se la retira con los dedos. Al mirarlos teñidos por el zumo rojo del betabel recuerda el día en que Humberto se fue y ella pensó en cortarse las venas. Si lo hubiera hecho, él habría encontrado su cuerpo -Ƒdesnudo?- navengando en su propia sangre hacia el viaje sin retorno.
Gabriela se repite la frase. Le agrada muchísimo. Quizá su maestra de quinto año haya tenido razón cuando le dijo que le veía madera de poetisa. Cierra los ojos y trata de recordar unas líneas de su composición "Los dones del alma". Le interesa sobre todo reconstruir el final. Conmovió a sus compañeros al punto de las lágrimas y ella misma tuvo que esforzarse para vencer sus emociones cuando recitó: "Más allá de mi piel está mi alma. Prístina e intangible, en ella alienta el fuego del amor".
Al término del festival escolar, en medio de las felicitaciones, oyó a su profesora decirle a alguien. "Gaby es muy inteligente y se vería muy linda si adelgazara". Hoy, también en honor de su maestra Tina, comerá esa pedacería de lechuga, rábanos, brócoli, espinacas, coliflor y betabel: "Ensalada del huerto".
II
Entró en el restaurante impulsada por el deseo de ponerse a prueba y demostrarse que Humberto estaba equivocado cuando le dijo: "ƑPara qué empiezas otra dieta? Ya sabemos que dentro de tres o cuatro días volverás a las andadas. Acuérdate de que el que nace para panzoncito ni que lo fajen". Humberto no le dio tiempo a rebatirlo. Tomó su chamarra y se salió enfurecido porque ella había hecho "comida para conejo" en vez de algo nutritivo y sabroso.
Gabriela se quedó llorando ante los platillos vegetarianos que se enfriaban en la mesa. Los había preparado receta en mano, rociando los sartenes con Pam y procurando convencerse de que la grasa y la sal eran los verdaderos enemigos. Ahora que Humberto se había ido Ƒqué caso tenía el sacrificio? "šNinguno!" De un solo golpe despejó la mesa y luego salió a la calle, decidida a meterse en el primer restaurante y ahogar sus decepciones en un mar de carne, pan, tortillas, condimentos, salsas y golosinas.
Eligió la mesa del rincón y se puso de espaldas a la puerta, en el sitio donde siempre le pedía a Humberto que se sentara. Para convencerlo inventaba pretextos favorables a su amante: "Como eres tan alto y tienes los hombros tan anchos, me tapas la luz. Ya sabes cuánto me irrita los ojos". El verdadero motivo de la exigencia era otro: asegurarse de que Humberto no viera a las muchachas con miniblusas y pantalones entalladísimos.
Su argucia no sirvió de nada. En mayo, cuando él la invitó a cenar con motivo de su cumpleaños, el mesero les asignó un sillón corrido desde el que se dominaba todo el local. Tras el primer brindis Humberto olvidó a la festejada y miró sin recato a las esbeltas jóvenes de una mesa próxima. Gabriela se enmascaró con una sonrisa estúpida pero en la casa estallaron sus reclamaciones.
Para librarla de su intranquilidad, Humberto le aseguró que el hecho de admirar a otras mujeres no significaba que hubiera dejado de quererla. Le besó las manos y, con gesto ofendido, le pidió confianza: "ƑNo crees que es lo menos que merezco?" Ella lloró arrepentida y se entregó ardiente. Gabriela recuperó su confianza. Su tranquilidad se prolongó unas semanas, hasta que al fin Humberto volvió a comerse con los ojos a todas las muchachas de talle fino.
Para librarse del infierno en que vivía, Gabriela decidió someterse a dietas brutales. Desde luego jamás pensó en imponerle su disciplina a Humberto. Guiada por la máxima de que "al hombre se le conquista por la boca", siguió cocinando para él los platillos habituales. La tentación de darle una probadita fue el caballo de Troya que le impuso su primera gran derrota. Suspendió esa dieta y muchas otras que duraron menos de una semana.
Gabriela se olvidó de las calorías y enfocó su interés en llevar a Humberto a su terreno: seducirlo con las deliciosas recetas aprendidas de su abuela yucateca. Al cabo de varios días se dio cuenta de que Humberto los rechazaba con delicadeza: "Ya sé que son riquísimos, pero tienen mucha grasa".
Nunca lo había oído decir nada semejante. Gabriela sospechó que quizá estuviera queriendo verse mejor para gustarle a otra. Mordida por la desconfianza, intentó sacar ventaja de la situación. El sábado siguiente recorrió los puestos de periódicos. Volvió a la casa con materiales invaluables: Un kilo menos: un año más de vida, Eróticos y vegetarianos, Secretos de la lechuga orejona, Berenjenas: el punto G de la mesa, Los pecados de la carne.
Dispuesta a sorprender a Humberto, Gabriela estudió -en secreto y en horas de oficina- los nuevos recetarios. A los quince días desplegó en la mesa una gran variedad de alimentos vegetarianos. El colorido y los aromas no evitaron el disgusto de Humberto. Ella se defendió: "Como lo que te hacía te pareció muy grasoso, te preparé esto. Aunque no lo creas, todo está rico".
Humberto miró con odio la mesa: "Siempre te vas a los extremos. Primero guisas con kilos de manteca y ahora me das comida para conejo". Gabriela adoptó una actitud sumisa y fue sincera: "Es que ahora sí quiero bajar un poquito de peso".
Humberto estalló, como si la hubiera escuchado confesarle una traición: "Por allí hubiéramos empezado: quieres hacer dieta. Pues no veo para qué. Ya sabemos que dentro de cuatro o cinco días la interrumpirás". Gabriela temblaba: "No, si no ve la otra comida, la que cocino para ti".
La voz de Humberto sonó paternalista y cruel: "De acuerdo: imaginemos que me das sólo lechuga. Pero, Ƒqué sucederá cuando pases por una fritanga o vayamos a un restaurante? ƑCrees que podrás controlarte? Yo francamente no".
Gabriela juró con voz temblorosa que esta vez sí llegaría hasta el fin. Humberto le hizo una caricia torpe en la mejilla: "Te conozco, mascarita". En menos de que te lo cuento volverás a las andadas. Entonces, Ƒpara qué sacrificarme también a mí? Dime: Ƒhay otra cosa de comer?" Gabriela apenas tuvo fuerzas para disculparse: "No, perdóname". Con la cabeza baja y llorando en silencio escuchó a Humberto salir de la casa.
III
Sola en el restaurante, Gabriela reconstruye la escena y mastica mínimas porciones de su "Ensalada del huerto". No logra descubrir la magia de esa retacería crujiente porque se lo impiden los olores que vienen de la cocina y las voces de las meseras: "costillas en salsa verde, arrachera, chalupitas combinadas, frijoles refritos, pastel del tres leches".
Su boca se inunda con las aguas del antojo. Piensa en claudicar un poquito y satisfacerse con uno solo de los platillos que porta en su charola una mesera. Mientras la ve acercarse calcula qué pedirá: Ƒtacos de cochinita, pollo en mole? La empleada está a un metro de distancia. Es el momento de abordarla: "Señorita, me trae por favor una, un... No, šmejor un té!"
La mesera se aleja desconcertada. Satisfecha por su pequeño triunfo Gabriela tiembla. Inclina la cabeza para ocultar las lágrimas que caen en la "Ensalada del huerto".