Hermann Bellinghausen
No lejos de Acapulco
Parecía una calcomanía aplastada en el muro, pero resultó ser una cuija. De la inmovilidad total, sangre fría, pasó al desplazamiento nervioso y exacto propio de estas lagartijas transparentes que gustan habitar los muros y los techos, si las dejan.
También se agitó la parte inerte del decorado. Los listones que colgaban del techo, cientos de ellos, rojos y ya descoloridos. En sus macetas se agacharon, aburridas, las plantas y flores de plástico, que en una latitud así son una burla, si aquí crecen plantas hasta de las piedras y todo es verde. Lo que se dice verde.
La llama de la veladora que le tenían allí a un santito (Ƒo era Virgen?) empequeñeció, estirada en dirección horizontal, casi se apaga. Alguien, además de un ventarrón, acababa de entrar. Alguien que traía su propio viento, pues luego de que cerraron las puertas, los listones, las absurdas plantas de plástico, las servilletas en las mesas seguían temblando. Inquieta la llama. Al fondo azotó, solita, la puerta de los sanitarios.
Primero la vio el barténder. La conmoción del oxígeno era tal que los demás, al sentir que los despeinaba el aire, voltearon al acceso principal del Salón Familiar Cordelia.
Sólo el bartender no podría decir después que él no encontró al mirar algo distinto de lo que esperaba encontrar. Porque no le dio tiempo de esperar nada. Antes de sorprenderse, ya la había visto. De ahí en fuera, su impresión fue la del resto: lo que se dice una fuerte impresión.
La cuija corrió a ocultarse tras el alto tapiz de dos leones fieros entre grecas rococó y flecos dorados. Su sistema nervioso tuvo miedo, cortó por lo sano y se acogió a la sombra polvorienta. Pero hasta el tapiz onduló, queriéndose escapar de las alcayatas.
Lo que siguió estaría bueno para western feminista tipo Cat Ballou (la joven Fonda) o Sharon Stone con ojos, sí, de piedra.
Entró una mujer alta, rubia como cuija, llamativa. Vestía camisa y jeans. Empuñaba chico pistolón. Sin aproximarse, apuntó a una mesa y, tras una risita sardónica, con la misma pistola indicó "ven acá". Alguien junto al tapiz, quizás ebrio, iniciaba el chistorete "así me gustan: grandotas, aunque me peguen", pero lo acalló el silencio de peligro en la boca de todos.
Sonó el primer disparo. Con toda intención reventó la maceta dorada de yeso más horrorosa de las cuatro que empeoraban la decoración, de por sí discutible, del Cordelia. El viento había cesado.
La llama de la veladora, como cadete en revista, derechita. El tapiz, en reposo. Los listones arriba, casi quietos. Atrás de los leones la cuija, helada.
-Esta vieja está loca- maculló otro cliente, al extremo de la barra.
El tiro no le rozó el hombro por milímetros. Saltó un cacho de pared. El bocón se quedó, como la cuija, helado.
El barténder conocía a varios, pero no al sujeto que, pálido, se puso de pie con torpeza, y chocó la silla contra el suelo. Tenía esa facha gigolosa, camiseta elástica pegada hasta la cinturita, brazos prietos y aceitados de presunta lujuria, esclava, cadenitas. Lente oscuro colgado del cuello. Peinado con aceite de coco. Pantalón blanco.
Lanchero de tres estrellas, chance dos, el sujeto giró la cabeza buscando aliados, o más bien captando delante de cuánto personal lo pasaba a la báscula una "vieja". Él no pensó que loca. Bien sabía.
En otro momento y otro antro de la costa se ligó a la gringa, que se veía todo menos primeriza, pero no para tanto. El sujeto, de güey, se desapareció la mañana siguiente con una cantidad fuerte de dólares que cargaba la tipa de, por lo visto, armas tomar. ƑY ahora?
Sus compañeros de mesa pusieron expresión de "no lo conocemos, no viene con nosotros" cuando ella les apuntó la pistola por ver si se delataban cómplices.
"Ya parece que van a dar la cara, coyones", pensó el barténder. Sin conocer los detalles de la historia, imaginó lo escencial y sintió una especie de solidaridad hacia la hembra. Fue el único en sonreírle, sin miedo ni desprecio. Ella le devolvió la sonrisa, y soltó otro balazo.
Las piernas no le estaban respondiendo al sujeto, pero éste último argumento las puso en marcha. Sin dejar de apuntarle, la gringa (pues "gringa" sería el dato más seguro, y aún así, no confirmado) indicó en dirección a la puerta, se hizo a un lado para dejarlo pasar, y lo siguió. Silencio.
El tipo empuñó el borde de la puerta, titubeó. Estuvo a punto de voltear atrás, sin atreverse, y al fin salió.
El viento lo despeinó, enfriándole el denso sudor en los cojones. Al sentir el cañón a la altura de sus costillas flotantes, anduvo hacia lo noche. Los árboles del parque y las palmeras se frotaban con violencia, arremolinados como por dentro. La puerta automática se trabó por el aire, y tuvo que ir uno de los clientes a cerrarla.
Las plantas de plástico, los listones, los leones y las cortinillas del tragaluz se aquietaron. La gente no esperó mucho para el último balazo.
Todos miraron hacia el teléfono de tarjeta. Afuera se soltaron a ladrar los perros. Durante unos instantes se oyeron pisadas y gemidos de alguien despavorido. Los clientes que estaban cerca de la puerta aseguraron al barténder más tarde que la gringa "relinchaba de risa".
Los guardias que se asomaron de la presidencia dicen que contaba billetes. La fuerte suma de dólares recuperados. Al barténder le hubiera gustado invitarle una copa, por cuenta de la casa. Ni modo. No regresó al Cordelia. Se la tragaron las callejas del barrio costeño.
Y cuando la cuija asomó del tapiz y movió la cabeza con nervios, se pudo decir que la tormenta había pasado.