Vilma Fuentes
La obra proteica de Carlos Torres
De regreso de Nueva York, donde presentó algunas de sus últimas obras en la M-13 Gallery, Carlos Torres prepara su próxima exposición en París, con el galerista Nicolas Deman.
He seguido la búsqueda artística de este pintor originario de Peñablanca, Chihuahua, desde 1985, cuando, como él dice, ''comenzó a volar con sus propias alas'' y tuvo sus primeras exposiciones individuales. En efecto, Carlos Torres, quien llegó a Francia en 1974 con la idea de quedarse un solo año, colaboró con una rara modestia como asistente del artista venezolano Carlos Cruz-Diez durante una década.
Desde entonces su trayectoria ha sido solitaria y original en la medida en que, como auténtico creador, busca en el encuentro y el diálogo con los muertos profundizar el doble enigma de la luz y la pintura, única manera de abrir puertas y descubrir su propio camino. Esto no significa que Carlos Torres se desinterese de los movimientos contemporáneos, pero es capaz de recorrer kilómetros para contemplar la luz que emana del interior de Cristo transfigurado en La visita a los discípulos de Emaús, de Rembrandt, tela frente a la cual puede permanecer un tiempo indefinido o adivinar a Mondrian en La joven mujer de pie ante un clavecín, de Vermeer.
Tales son los misterios de la luz y las genealogías de la pintura que lo guían. Acaso por ello, Torres utiliza sin temor los grises oscuros o el mismo color negro, sin miedo tampoco al contraste con las llamaradas de los rojos, los naranjas, una pincelada azul, una mancha verde esmeralda. Si las reminiscencias de la luz dorada y violenta de Chihuahua siguen apareciendo de repente en sus telas, los cambios de luminosidad de París, del día claro y radiante al grisáceo y lluvioso se han ido imponiendo en sus pinturas con el tiempo, dando lugar a un diálogo armónico entre dos cielos, uno alto, otro bajo, uno intempestivo, otro huidizo.
Durante un periodo, Carlos realizó trípticos. Quizá lo hechizaba la idea del secreto que esconden cuando los cuadros laterales, al cerrarse sobre el central, se miran entre ellos a ciegas, desposeídos de la luz por cuyo milagro, y sólo por él, aparece la pintura. Cerrar el tríptico era, para algunos, una forma de ocultarlo a la propia mirada, olvidarlo un rato para mejor redescubrirlo al abrir las alas y contemplarlo como si fuera la primera vez. Con la particularidad de que los trípticos de Torres se metamorfoseaban en otras telas según se cerrara una de las puertas, izquierda o derecha, o ambas, cada una pintada por sus dos lados. El tríptico ofrece, así, cuatro fases al espectador.
Por el momento, Carlos Torres se ha lanzado con desparpajo en dos nuevas aventuras. Me atrevería a decir que nacen de su fascinación ante lo visible y lo invisible, lo que aparece, y lo que desaparece oculto a la mirada pero no a la imaginación.
A uno de estos procedimientos creativos, Carlos lo llama ''inmersiones''. Consiste en hundir la mitad de una tela de mediano formato en un cajón de cemento vertical. Más o menos la mitad de la pintura, enterrada en su féretro de cemento, desaparece de la vista. Sin embargo está ahí, aunque los ojos no puedan verla, continuación de la parte visible de este iceberg, pintura ahora imaginaria que, a fin de cuentas, en tanto ser imaginario escapa a la desaparición.
La otra aventura, llamada por su autor ''fragmentos rasgados'', es también un juego entre lo visible y lo invisible. Nada más que, en este caso, lo escamo-teado aparece en otro lugar, en otra tela. Una vez terminada la pintura, Carlos la perfora y arranca de ella ese pedazo convertido en vacío. El artista deja a la fantasía del espectador el placer de imaginar a su antojo cómo llenar el espacio vacuo. En cuanto al fragmento arrancado puede ir a dar a otra tela a la cual es integrado o cuyo desgarramiento va a poblar. Visible en un lugar, invisible en otro, fragmentos y vacíos trasplantados, acaso reminiscencias de la pertenencia a dos países, a dos cielos, a dos tierras.
ƑEs algo distinto el exilio? O, más bien, el simple viaje algo más largo.