Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 25 de octubre de 2002
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ƑLA FIESTA EN PAZ?

Leonardo Páez

El fantasma del volcán

DESDE LA PARTIDA del pundonoroso matador aguascalentense Rafael Rodríguez (16 de octubre de 1993), un fantasma recorre el enrarecido mundo taurino de México: el ejemplo perturbador de lo que debe ser un torero que se respete a sí mismo, al público y a su profesión.

SIN ESTE INGREDIENTE de autoestima y de donación de sí mismo, sin esta dedicada devoción al azaroso compromiso de lidiar reses bravas, no su aproximación, un individuo podrá vestir de luces, obtener cierta fama e incluso vivir del toro, pero nunca conocerá la magia enloquecedora de lo que significa ser verdaderamente torero. Magia que entraña una lúcida responsabilización de la propia vida y el desafío de fraguar y ejercer una madura ética personal, en los ruedos y fuera de estos.

AUNQUE NUNCA TUVE el privilegio de cruzar palabra con El volcán de Aguascalientes, sí pude, emocionado, estrechar su mano cuando en agosto de 1965, en la plaza de Saltillo, alternando con Alfredo Leal y el rejoneador Juan Cañedo, le dio un baño al Cordobés, en memorable tarde frente a un bravo y noble encierro de Corlomé, otra de las valiosas ganaderías hoy vetadas por el estalinismo taurino.

YA TENÍA RAFAEL 39 años, 17 de haber tomado la alternativa y 10 cornadas, así como una eternidad de vergüenza torera corriendo por sus venas. Nada de dejarse impresionar o presionar por diestros extranjeros ni por apodos famosos, sino el compromiso inquebrantable de competir y de triunfar, de seguir siendo él mismo, a costa de lo que fuera. En 1948 ya había protagonizado la temporada novilleril más enloquecedora que se recuerde en la Plaza México, en la que junto con Jesús Córdoba y Manuel Capetillo diera vida a la leyenda de Los tres mosqueteros.

Y LUEGO LA tarde de su dignísima despedida de los ruedos (26 de abril de 1971), en que la plaza de San Marcos se convirtió en suntuosa catedral taurina donde seis arrogantes ejemplares del hierro La Punta, con impresionantes encornaduras, no los novillos despuntados con los que hoy se despiden los que figuran, sirvieron de heroico colofón a 21 temporadas completas como matador, más tres corridas en 1948.

EN 23 AÑOS como matador, Rafael toreó sólo 456 corridas, 47 en la ciudad de México, lo que arroja un discreto promedio de 19 por año. Alternó con los principales diestros de su tiempo en todos los países taurinos del orbe, realizó una breve pero arrolladora carrera novilleril de cinco meses -hambre e intuición hacían las veces de escuela-, y en únicamente seis novilladas en la Plaza México se hizo de cinco rabos, récord hoy impensable con la calma chicha que se cargan las promesas sobreprotegidas.

EN OTRA VERTIENTE de la nefasta tradición de la fiesta brava de México, también este inolvidable, emocionante y ejemplar torero se fue sin unas memorias, una biografía o una tauromaquia a la altura de su entrega, pero su toreo valiente, su sentido de la rivalidad -antípoda de diestros comodinos- y su entregada hombría ahí quedan para quien se precie de honrar la cada vez más devaluada profesión de torero.

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