Elena Poniatowska /III y última
Ciudad Juárez, matadero de mujeres
Entre 1993 y 1998 fueron asesinadas 137 mujeres, y en 1999 las muertas fueron 15 muchachas de familia, que en promedio tenían 15, 16, 17 años. Muchas de ellas eran estudiantes, además de trabajar en maquiladoras, zapaterías, farmacias, o eran secretarias, edecanes, telefonistas, recepcionistas, etcétera. Ahora son 300 las mujeres asesinadas, y 500, desaparecidas. Lo único que las caracterizaba es que eran de escasos recursos, la mayoría del interior de la República, que buscaron en Ciudad Juárez un mejor nivel de vida.
Rohry Benítez (quien escribió un primer libro, con sus indignadas compañeras Adriana Gandía, Guadalupe de la Mora y Josefina Rodríguez) entró en contacto con los familiares, que habían conformado agrupaciones como Nuestras Hijas de Regreso a Casa, 8 de Marzo -entre otras-, una asociación de mujeres que presiona a las autoridades y a la policía desde 1995, cuya sede principal está en el Distrito Federal, pero tiene filiales en la frontera como Católicas por el Derecho a Decidir. Algunos miembros de estas ONG son padres de niñas de 10 años hoy desaparecidas. Uno de los últimos casos, en 1999, fue el de una niña de 13 años, violada y asesinada. Al hablar de ella, los periódicos de Ciudad Juárez escribieron: "la mujer". Dos semanas después el mismo diario difundió que un niño había sido asesinado por un médico negligente en el Seguro Social, y a él lo llamaron "el niño", pero a ella, por violada, la llamaron "la mujer".
El Diario y El Norte de Juárez, dos de los periódicos de Ciudad Juárez, confinaban el caso de las asesinadas y desaparecidas a la nota roja y a la publicación de fotografías muy agresivas, amarillistas, en primera plana. Ponían en la portada un tacón rojo, dando la imagen de que las mujeres eran prostitutas. En vez de sensibilizar a los lectores, los artículos reforzaban la creencia de que las mujeres son basura, llevan una "doble vida" y, por lo tanto, están expuestas a que las maten. El ex gobernador de Chihuahua Francisco Barrio jamás habló con respeto de las asesinadas ni rindió una sola cuenta a los atribulados familiares.
Las madres de familia han sido las más afectadas e indignadas, y se han encargado de replicar que sus hijas eran trabajadoras y que inclusive muchas de ellas estudiaban. Sin embargo, se les dijo que no, que aparte de estudiar o trabajar, sus hijas llevaban otra vida: la de la calle, y no les decían la verdad. Todo ello creó un clima espantoso en contra de las muertas. Con mucha dignidad las madres de familia respondieron: "Estamos conscientes de que algunas mujeres incluidas en la lista de asesinadas o desaparecidas trabajaban en bares, y tal vez se dedicaban a la prostitución, pero no tenían por qué ser victimadas como lo han sido".
A partir de 1995 el ex gobernador Francisco Barrio difundió la versión de "mala conducta" de las asesinadas, con el claro objetivo de decir: "las responsables son ellas, por llevar esa vida", y en vez de esclarecer los crímenes el gobierno gastó millones de pesos en publicar planas enteras denunciando la supuesta doble vida de las muertas. En lugar de dar curso a las investigaciones, el gobierno hizo campañas publicitarias sin ton ni son: "Súbete a tu carro rápidamente", "Trae las llaves de tu carro siempre a la mano", "Vomita encima del que intente violarte", "Lleva un silbato en la mano", "No te aventures en zonas solitarias", consejos insultantes, ya que las mujeres que trabajan en maquiladoras no tienen automóvil, ni llaves, ni posibilidades económicas, ni pueden defenderse arrojando un gas lacrimógeno a los ojos del agresor. El resultado de esas campañas fue aterrador. En las discusiones matrimoniales, el marido enojado solía amenazar: "Si no obedeces, te aviento en el desierto" o "Ya sabes lo que te espera: el desierto", y empezaron a circular unos llaveros acojinados de plástico rosa: pezones de mujer.
Es cierto, Ciudad Juárez tiene una vida nocturna (sórdida en muchos casos, y alimentada por cuarteles de soldados estadunidenses que vienen en busca de una buena parranda), hay tráfico de droga, night-clubs, bares, cantinas, prostíbulos, antros de perdición, hoteles de paso, etcétera.
Como lo informa Sergio González Rodríguez, las muchachas han sido encontradas en terrenos despoblados: estranguladas y algunas de ellas calcinadas. Rohry Benítez y sus compañeras documentaron, de 1993 a 1998, 137 casos de muchachas enterradas en el polvo, hoy un desierto cubierto de cruces.
Al igual que la película de Lourdes Portillo, Huesos en el desierto es esencial no sólo porque es un extraordinario, estrujante documento, sino porque rescata el modo de vida de algunas mujeres, que además de asesinadas han sido vilipendiadas. Murieron inútilmente, cuando tenían derecho a la vida y querían vivir y reían como las vemos reír y sonreír en fotografía y en el filme Señorita extraviada. En cambio, fueron torturadas de la manera más bestial por el solo hecho de ser mujeres sin recursos que luchaban por la vida. Mutiladas, violadas, acuchilladas, estranguladas. Hay huellas que prueban que las torturaron antes de matarlas. Algunas llevaban un diario, acostumbraban escribir lo que les pasaba, como en el dramático caso de Eréndira, de 15 años, quien dejó consignado en su escrito desde lo que le gustaba comer hasta lo que quería llegar a ser un día. De otras estamos enterados por la voz de sus madres o de sus hermanas, que recuerdan sus anhelos, su entereza. Una niña de 13 años denunció a El Tolteca, de la banda de Los Ruteros, quien la atacó sexualmente y la tiró en el desierto creyendo que la había estrangulado, pero ella sobrevivió y lo denunció.
Las películas de Lourdes Portillo y de Cristina Michaus se complementan hoy con la investigación de Sergio González Rodríguez. Estas dos películas reviven a las muertas de alguna manera y nos muestran a mujeres casi niñas que tenían una gran alegría de vivir y fueron importantes no sólo para su familia, sino para nosotros, para la sociedad.
"Las mujeres no valen nada, puede matarlas cualquiera", concluyen las autoridades, como corrobora el libro Huesos en el desierto. Como un kleenex, un vaso de plástico de usar y tirar, un plato desechable, la vida de 300 muchachas se ha ido por el caño. Estas jovencitas no eran basura: estudiaban, tenían esperanza, amigos, novio; una de ellas enseñaba catecismo, otra a reconocer las letras a parvulitos, y ahora que han muerto no se da ningún valor a lo que fueron cuando tenían vida. Al contrario, las autoridades parecen decir: "Se lo buscaron".
El 2 de noviembre, Día de Muertos, María Luisa Moncayo recordó en el Hemiciclo a Juárez a Digna Ochoa y a las mujeres de Juárez. Pidió que se hiciera justicia a las 500 desaparecidas y se indemnizara a los parientes de las 300 asesinadas, que en muchos casos mantenían a su familia. "El cinismo de las autoridades no tiene fin", "Ni una más", "Sadismo sexual", "320 asesinatos, 95 de ellos seriales", rezaban las pancartas.
Como dije al principio, los intelectuales, salvo escasas y honrosas excepciones, no suelen preocuparse, ni mucho menos tratar temas escabrosos. Los derechos humanos son prioridad de Amnistía Internacional y de otros organismos, no de individuos enmarcados por el bastidor de la literatura. Sólo José Revueltas se pasó la vida en la cárcel por defender a sus congéneres. Sergio González Rodríguez lo hizo por un imperativo moral y su libro Huesos en el desierto habla bien de él no sólo porque es un buen texto, sino porque nos muestra a un hombre para quien la condición humana tiene el valor que hizo de André Malraux un gran escritor y un ser humano excepcional.