José Cueli
La negra tarde
uperficial, vertical, fue la lluvia que desprendía en la Plaza México, en manso ímpetu y dialogo antiguo sobre los contadísimos "loquitos cabales" que aún asistimos a ver las corridas, ƑDesde que umbrío rincón venía tronando esta agüita, desecha en flecos irisados, remolinos hirvientes, vellones de espuma y luces sobre el redondel?
El agua filtrándose taimadamente caía sobre los tendidos, después, al azar trenzaba estas hebras, que iban fundiéndose en una y el agua alentada por los obstáculos, empezaba a ser brío, plata y majestad en los trajes de luces de los matadores que, a más de sortear a los de Rancho Seco, tenían que enfrentar el frío, la lluvia y la obscuridad, como primer paso, rumbo a llegar a ser alguien en la fiesta brava.
El suspiro de la gota, el tintineo fugacísimo, ascendía al rango de murmullo, de llama. Ante el desprendimiento del agua "de quién sabe donde", el ruedo cedía y de este modo nacía una belleza en la plaza. La modorra de la lluvia coincidía con la mancedumbre de los de Rancho Seco -sólo un piquetito por puyazo- bien presentados, sin problemas, menos quinto y sexto, Fermín Spinola y el rejoneador Rodrigo Santos dieron vueltas al ruedo.
A cambio de pases los toros encastados, la lluvia, monstruosa serpiente, se deslizó ágilmente y en la lidia del segundo toro entre los tendidos de sol (cual) y sombra, y se trocaba en humo y hasta parecía claridad en la tarde negra, oculta bajo las tablas que separan el callejón del ruedo. En esa obscuridad Fermín Spinola, el garrido torero, por su impulso, por su ímpetu, por su ardor, por la fuerza de sus pases, por la entrega de su estocada, consiguió que la efusión de la juventud embriagada de esa locura llamada toros, encendiera la plaza y se llevara las orejas del mansito de Rancho Seco; a pesar del frío, la lluvia y los tendidos vacíos como nunca y luego regresáramos a lo negro de la tarde.