Guillermo Almeyra
Lamento insistir...
La última carta del subcomandante Marcos
tiene dos afirmaciones importantes y sostiene correctamente un principio
esencial, pero sigue siendo una respuesta muy insatisfactoria a las exigencias
de la realidad y, en segundo lugar, a las preguntas de los sostenedores
del zapatismo.
Dice, por ejemplo, que a la española se caga en
la monarquía hispana, lo cual es muy saludable y justo, sobre todo
tratándose de los Borbones, pero ahí se queda. ¿No
convendría, en cambio, decir algo sobre los "izquierdistas" españoles
o de otros países europeos que aceptan sin rubor que los trabajadores
de sus países mantengan zánganos coronados y ni siquiera
plantean la República? Agrega después algo mucho más
importante, o sea, que los zapatistas resistirán todo intento de
desalojo de sus comunidades. ¿Pero no sería necesario llamar
a un amplio frente contra ese intento, buscar qué hacer por la causa
zapatista en Chiapas y por los indígenas en México después
del fallo indigno de la Suprema Corte, sin depender sólo de la Corte
de La Haya? ¿No sería oportuno convocar una reunión
nacional indígena y ciudadana para organizar a la vez la lucha por
una estrategia de largo aliento y la resistencia eventual contra un zarpazo
en Chiapas en vez de declarar sólo algo obvio para un ejército,
como es la decisión de defender sus posiciones? Una política
solamente defensiva, organizativa y militar, no permite cambiar la correlación
de fuerzas: lo necesario es la iniciativa política, encontrar alianzas,
obligar a definiciones.
Al mismo tiempo, Marcos defiende el derecho de
los zapatistas a pronunciarse sobre todas las cuestiones, nacionales o
internacionales. Tiene razón, pues no es sólo un derecho;
es un deber, y es importante que hayan comenzado a hacerlo, aunque limitadamente,
después de tanto silencio sobre las elecciones brasileñas,
sobre las ecuatorianas y bolivianas, sobre lo que sucede en Argentina,
sobre la guerra que Bush prepara, sobre el Area de Libre Comercio de las
Américas (ALCA), sobre los foros mundiales contra la política
del capital financiero, etcétera. Además, decir viva Venezuela
no basta: ¿de cuál Venezuela hablamos? ¿Del chavismo,
de la reacción popular a los golpistas, en gran medida superando
a Chávez; de ambas, combinadas? Y tampoco es correcto decir que
el "¡que se vayan todos!" de las asambleas populares y los piqueteros
de Argentina "es un programa" sin intentar siquiera explicar por qué
en parte lo es y, sobre todo, por qué es insuficiente.
Mucho más débil es la parte sobre las críticas
a las cartas anteriores, pues Marcos finge que provienen todas de
intelectuales aspirantes al Premio Príncipe de Asturias, cuando
las primeras vinieron (en ese orden) de quien esto escribe, de Carlos Monsiváis
y Marcos Roitman, de José Saramago y Manuel Vázquez Montalbán,
todos los cuales, aparte de defender al zapatismo y de formular sugerencias
y propuestas, comparten los sentimientos sobre las monarquías en
general y la perejilera en particular que Marcos expresa tan a la
española. La amalgama de amigos críticos y enemigos hipócritas
la practicaba el viejo Padrecito de los Pueblos, don José pero éste
era el principal factor comtrarrevolucionario de su época y no es
posible reproducir sus métodos y no hacer claramente una autocrítica
cuando hay que cambiar de posición. ¿Acaso es válido
decirle fascista a alguien y pocos días después invitarle
cordialmente a defender los presos indígenas?
Nuevamente la carta de Marcos, aunque más
atinada que las anteriores, tiene tremendas lagunas políticas y,
en general, es ajena a la política. Eso es grave en un movimiento
que es fuerte, no por su poderío militar, sino por su carácter
político y, sobre todo, por sus iniciativas políticas (aunque
Holloway diga que no hace política). Los viejos límites de
los documentos de Marcos (en el Rompecabezas, por ejemplo, su idea
del campismo, su ilusión de que la antigua Unión Soviética
y sus aliados eran socialistas, etcétera) jamás fueron corregidos,
a pesar de las críticas recibidas, y ahora se agravan siempre por
la falta de balances y de autocríticas. Quien se presenta como infalible
sólo demuestra inseguridad, debilidad. Quien discute abiertamente
sus posiciones o reconoce sus errores, por el contrario, demuestra fuerza
y da confianza a sus aliados.
Queda, por último, el problema del estilo. Insistir
en que el rey español es un estreñido ni es un buen chiste
ni ayuda nada a comprender el papel de la Casa Real detrás de José
María Aznar, y decir que éste rebuzna, aunque sea cierto,
no hace avanzar nada la protesta social contra el desprecio por el pueblo
y la cobardía de este gallego ex franquista que abandonó
a los gallegos trabajadores que, pala en mano, luchaban contra el desastre
producido por Aznar y sus acólitos. Cada uno tiene su estilo, pero
en vez de pensar en sí mismo al escribir sería bueno que
un político pensase en el peso de sus palabras y en sus destinatarios.
Digo, si quiere ser un buen político...