Robert Fisk*
¿Sabrá Tony cómo son las moscas cuando
devoran cadáveres?
En el camino a Basora, la televisora ITV filmaba perros
salvajes que destrozaban cadáveres de iraquíes. A cada rato,
una de estas bestias hambrientas arrancaba delante de nosotros un brazo
en estado de descomposición y se echaba a correr con él por
el desierto: los dedos muertos dejaban surcos en la arena, los restos de
una manga quemada ondeaban al aire.
"Sólo para documentarlo", me dijo el camarógrafo.
Claro. Porque ITV jamás mostraría tales imágenes.
Las cosas que veíamos -la inmundicia y obscenidad de los cadáveres-
no puede mostrarse. En primer lugar porque no sería "apropiado"
enseñar esta realidad por televisión a la hora del desayuno.
En segundo lugar, porque si la televisión la mostrara nadie volvería
jamás a respaldar la guerra.
Esto ocurrió en 1991. La "carretera de la muerte",
llamaban entonces a ese camino. Pero había otra vía paralela
que era una "carretera de la muerte" mucho peor, unos kilómetros
al este, y que fue cortesía de la fuerza aérea estadunidense,
pero nadie la filmó. La única imagen que hubo de estos horrores
fue la fotografía de un iraquí carbonizado dentro de su camión.
Cuando finalmente se publicó esa fotografía, se volvió
una especie de icono, pues representaba exactamente lo que habíamos
visto.
Para que las bajas iraquíes aparecieran en televisión
durante esa guerra del Golfo -ya que hubo otro conflicto entre 1980 y 1988,
y un tercero está en preparación- era necesario que hubieran
muerto cuidando caer románticamente de espaldas, con una mano cubriendo
el rostro destruido. Como en esas pinturas de la Primera Guerra Mundial
de los británicos muertos en el campo de batalla, los iraquíes
debían morir de forma benigna y sin heridas evidentes, sin ningún
tipo de miseria, sin rastro de mierda, moco o sangre coagulada, si querían
aparecer en los noticiarios matutinos.
Siento
rabia hacia esta artimaña. En Qaa, en 1996, cuando los israelíes
bombardearon durante 17 minutos a refugiados que estaban dentro de un complejo
de la Organización de Naciones Unidas, y mataron a 106 personas,
más de la mitad niños, me topé con una joven que abrazaba
a un hombre de mediana edad. Estaba muerto. "Mi padre, mi padre", lloraba
abrazando su cara. No tenía uno de los brazos ni una pierna. Los
israelíes habían usado bombas de proximidad que producen
amputaciones.
Pero cuando esta escena llegó a las pantallas de
televisión europeas y estadunidenses la cámara hizo un acercamiento
sobre la cara de la muchacha y del muerto. Las amputaciones no fueron mostradas.
La causa de la muerte fue borrada en aras del buen gusto. Era como si el
hombre hubiera muerto de cansancio; con la cabeza apoyada sobre el hombro
de su hija para morir en paz.
Hoy, cuando escucho las amenazas de George W. Bush contra
Irak y las estridentes advertencias moralistas de Tony Blair me pregunto:
¿qué saben de esta terrible realidad? ¿Acaso George,
quien declinó servir a su país en Vietnam, tiene alguna idea
de cómo huelen los cadáveres? ¿Tiene Tony alguna pálida
noción de cómo son las moscas, esos insectos grandes y azules
que se alimentan de los muertos en Medio Oriente, y que se te paran en
la cara o en la libreta?
Los soldados sí lo saben. Recuerdo a un militar
británico que pidió prestado el teléfono satelital
de la BBC tras la liberación de Kuwait, en 1991. Le habló
a su familia en Inglaterra mientras yo lo observaba detenidamente. "He
visto cosas horribles", dijo, y después tuvo un colapso nervioso;
lloraba y temblaba, soltó el teléfono, que se quedó
colgando de su mano. ¿Tendría su familia idea de lo que decía?
No lo habrían entendido viendo la televisión.
Esto es lo que cabe esperar ante el prospecto de la guerra.
Nuestra gloriosa y patriótica población -aunque sólo
cerca de 20 por ciento respalde la actual locura iraquí- ha estado
siempre protegida de la realidad de las muertes violentas. Pero yo estoy
muy sorprendido por el número de cartas que recibo de veteranos
de la Segunda Guerra Mundial, hombres y mujeres, todos opuestos a esta
nueva guerra iraquí, y que comparten conmigo sus inalienables recuerdos
de miembros destrozados y sufrimientos.
Recuerdo a un iraní herido, con un trozo de hierro
incrustado en la frente, que aullaba como animal -que desde luego, eso
es lo que todos somos- antes de morir; a un niño palestino que simplemente
se derrumbó delante de mí cuando un soldado israelí
le disparó a matar -deliberada y fríamente, con intención
asesina- porque arrojó una piedra.
Y recuerdo a una israelí con la pata de una mesa
clavada en el abdomen afuera de la pizzería Sbarro de Jerusalén,
después de que un atacante palestino decidió ejecutar a las
familias que allí comían. También están los
montones de iraquíes muertos en la batalla de Dezful, en la guerra
Irán-Irak. La pestilencia de esos cadáveres invadió
nuestro helicóptero hasta que vomitamos. Y también recuerdo,
en Argelia, al joven que me mostró el rastro negro y grueso que
dejó la sangre de su hija cuando "islamitas" armados la degollaron.
Pero George W. Bush, Tony Blair, Dick Cheney, Jack Straw
y todos los demás guerreritos que nos están empujando torpemente
hacia la guerra no tienen que pensar en estas viles imágenes. Para
ellos todo es "bombardeos quirúrgicos", "daños colaterales"
y todos los demás ejemplos de la mendacidad lingüística
propia de la guerra.
Vamos a tener una guerra justa, vamos a liberar al pueblo
de Irak -obviamente también mataremos a parte de él- y vamos
a darle democracia y a proteger su riqueza petrolera. Fingiremos que hay
juicios por crímenes de guerra y vamos a ser siempre muy morales;
veremos por televisión a nuestros "expertos" en defensa en sus trincheras
sin sangre y escucharemos sus asombrosos conocimientos sobre armas que
arrancan cabezas.
Ahora que lo pienso, recuerdo también la cabeza
de un refugiado albano, rebanada limpiamente por los estadunidenses cuando
bombardearon -por accidente, claro está- un convoy de refugiados
en Kosovo, en 1999. Pensaron que se trataba de una unidad militar serbia.
La cabeza barbada yacía en el pasto crecido, conlos ojos abiertos;
parecía haber sido cortada por un verdugo de los Tudor.
Meses más tarde me enteré de su nombre y
hablé con una muchacha que había sido golpeada por la cabeza
cercenada durante el bombardeo estadunidense. Fue ella quien respetuosamente
dejó la cabeza sobre el pasto, donde la encontré. La Organización
del Tratado del Atlántico Norte, por supuesto, no le pidió
perdón a la familia del hombre ni tampoco a la muchacha. Nadie pide
perdón después de una guerra. Nadie admite la verdad. Nadie
muestra lo que nosotros vemos. Por eso nuestros líderes y superiores
pueden todavía convencernos de que vayamos a la guerra.
* Periodista irlandés del diario
The Independent, especialista en Medio Oriente
©The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca