Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 24 de febrero de 2003
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Mundo
Gustavo Gordillo y Hernán Gómez

La importancia de llamarse Lula

En 1979 iniciaba un lento proceso de apertura en el régimen militar que gobernó Brasil desde 1964. Un movimiento obrero se consolidaba con fuerza para sacudir el yugo del sindicalismo estatal, mientras grandes huelgas azotaban al país. Uno de sus promotores era el líder del sindicato metalúrgico, un hombre sin instrucción nacido en la zona más pobre de Brasil -el semiárido nordeste-, que a los 10 años de edad emigró con su familia a Sao Paulo a pie.

En una ocasión, cuando un reportero preguntó a este hombre qué pensaba de la confrontación entre el mundo empresarial y el mundo del trabajo, respondió: Eu fico muito satisfeito quando um empresário me chama de filho da puta... Isso é sinal de que a gente está fazendo alguna coisa pelos trabalhadores. (Yo quedo muy satisfecho cuando un empresario me llama hijo de puta... Eso es señal de que estamos haciendo alguna cosa por los trabajadores.) Quien hablaba así era Luis Inácio Lula da Silva.

Veinticuatro años después Lula es presidente de Brasil en una alianza decisiva con el sector industrial de Sao Paulo y grupos sociales que van más allá de la tradicional base social de un partido de izquierda. Por si fuera poco, José Alencar, su vicepresidente, es un importante empresario a quien hoy Lula se refiere en términos de "compañero". Y para que no quedaran dudas al respecto, en su primer discurso como presidente electo aclaró a lo que se refería: Vocês sabem que quando eu falo companheiro, falo companheiro com uma coisa muito forte no coraçao. (Ustedes saben que cuando yo digo compañero, digo compañero con una cosa muy fuerte en el corazón.)

Poco tiene que ver el Brasil de finales de los 70 con el de este nuevo milenio; el Lula de ayer no puede ser el Lula de hoy. Aunque los valores de igualdad y justicia social que defiende sean similares, el líder sindical de 1979 pensaba que el poder para transformar la realidad estaba en las masas, mientras que 20 años más tarde se ha dado cuenta que está en los ciudadanos. Si el de antes creía en el poder de la destrucción el de ahora cree en la capacidad de construir junto con los ciudadanos. Lo que hoy se busca seguramente es menos grandioso, pero más asequible.

Su presencia en los foros globales de Porto Alegre y Davos demuestra cómo mediante un nuevo discurso logró tender un puente entre el Foro Social Mundial y el Foro Económico Mundial -polos tradicionalmente antagónicos-, mediante un tema frente al cual ninguno puede oponerse: el combate al hambre.

El triunfo de Lula no significa la vuelta al populismo, como creen algunas elites estadunidenses o como han vertido las plumas de algunos analistas malinformados, pero tampoco la llegada de un redentor capaz de desafiar el neoliberalismo, como les gustaría a algunos representantes de la izquierda menos realista. Desde el dogmatismo del mercado tampoco se acierta a percibir la posición innovadora que representa su discurso, razón por la cual posturas como la recientemente planteada por el ex presidente Ernesto Zedillo en Foreign Affairs (en español) resultan tan equívocas.

Zedillo se equivoca desde su concepción original, al considerar al nuevo gobierno brasileño de origen ideológico y raigambre populista. El populismo es un síndrome político que tiene que ver con la desorganización de los grupos sociales y con la emergencia de figuras providenciales que apelan a un doble discurso de confrontación. Aunque no buscamos polemizar aquí con su postura, intentamos ofrecer una visión de quién es Lula, qué es el Partido de los Trabajadores (PT) y por qué la madurez que ha alcanzado la sociedad brasileña reduce sustancialmente los riesgos de populismo.

El PT está compuesto, en sus orígenes, por representantes de movimientos sociales del ámbito rural y urbano, muchos de los cuales emergieron a finales de los años 70 y principios de los 80 (particularmente la Central Unitaria de Trabajadores -CUT-, la Confederación Nacional de Trabajadores de la Agricultura -Contag- y el Movimiento de los Sin Tierra -MST) con fuerte influencia de la Conferencia Nacional de Obispos Brasileños y de la Teología de la Liberación, así como de grupos de intelectuales de las principales universidades del país (Río, Sao Paulo, Campinas y Río Grande do Sul).

El PT es uno de los pocos partidos de izquierda en América Latina que han sido capaces de modernizarse para ampliar su base social y darle un carácter más ciudadano, lo que le ha permitido una importante interacción con grupos de la sociedad civil. No es poca cosa, además, que el PT sea prácticamente el único partido orgánico de Brasil, frente a otros que no son sino alianzas regionales de caudillos en los que priva una gran fragmentación.

A pesar de esas virtudes, sin embargo, el PT nunca había logrado obtener resultados que superaran 30 por ciento en elecciones presidenciales. Aunque pasó a segunda vuelta en la elección de 1989 contra Fernando Collor de Mello, sufrió gran desilusión frente al éxito rotundo de Fernando Henrique Cardoso en 1994 (una elección regida por el lema clintoniano de it's the economy, stupid!) y su posterior relección en 1998, marcada también por el éxito del Plan Real que logró estabilizar la economía.

En el ámbito electoral el triunfo de Lula fue posible gracias a una alianza electoral con el Partido Liberal (PL) y tres fuerzas minoritarias -el PCB, el PcdoB y el PMN-, así como con el apoyo determinante que en la segunda vuelta le ofrecieron las fuerzas divididas del Partido Frente Liberal (PFL), controlado en importante porción por el gran cacique de Bahía, Antonio Carlos Magalhaes, y el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), del ex presidente José Sarney.

En el ámbito de las imágenes, que en buena medida hoy definen los resultados de una elección, el publicista Duda Mendoça logró presentarlo como una alternativa para las clases medias no sólo por ponerle traje y corbata y hacerlo parecer apacible, sino porque tanto él como José Dirceu (uno de los grandes cerebros de Lula y posiblemente el responsable de su transformación política) lograron generar un programa, un discurso y un producto político capaz de ofrecer una alternativa de gobierno en una sociedad dividida por la inseguridad y la pobreza.

En las semanas que siguieron al triunfo de Lula en Brasil y al del coronel Lucio Gutiérrez en Ecuador, muchos quisieron encontrar nexos y paralelismos (incluso aderezaron su ensalada con Hugo Chávez) como si América Latina caminara junta de vuelta hacia el viejo populismo.

A finales de noviembre, Julio María Sanguinetti publicó un artículo esclarecedor en la Folha de Sao Paulo en el que desmentía que América Latina estuviese poseída por una nueva "onda ideológica" y planteaba que, en todo caso, lo que existe es un cuadro de recesión económica y un malestar general, producto de los ajustes macroeconómicos. Para enfrentar ese cuadro tan difícil -planteaba Sanguinetti- aparece el viejo dilema entre democracia responsable y populismo demagógico.

Es claro que Lula no está en la vertiente populista de ese debate. En primer lugar, el nuevo presidente de Brasil no ha asumido la postura de un mesías que cree poder resolver los problemas con la fuerza de su personalidad, como creyó, por ejemplo, el depuesto Fernando Collor de Mello. No busca apartarse de las instituciones democráticas. A diferencia de los caudillos latinoamericanos, Lula tiene credenciales democráticas que ellos no pueden ostentar. La suya ha sido una lucha tanto por la igualdad y la justicia social como por la democracia, primero para poner fin a la dictadura militar, después para ampliar los espacios de representación ciudadana.

El de Lula es un programa de gobierno socialdemócrata porque reconoce que los cambios se logran de manera gradual y mediante reformas, por lo que plantea cinco: tributaria, laboral, de seguridad social, agraria y política. Al buscar una lucha decidida contra la desigualdad, coloca en un mismo plano de importancia la defensa de los derechos individuales y la búsqueda de la justicia social. Se pronuncia por una lucha decidida que ponga fin a todas las formas de discriminación y plantea una amplia agenda de reformas sociales.

Es un acto de modestia y racionalidad que haya establecido el combate al hambre como su primera y más importante tarea en su ejercicio de gobierno. Lula no ha dicho que acabará en cuatro años con la desigualdad ni que bajo su mandato se terminará la pobreza; lo que ha hecho desde tiempo atrás y en conjunto con académicos y organizaciones sociales es un programa ambicioso, pero plausible, para lograr que los brasileños alcancen la dieta mínima requerida para no perecer ante el hambre.

Fome Zero (Hambre cero), su programa social más importante, es un conjunto de medidas que combinan políticas de emergencia con otras de cambio estructural, mediante las cuales se pretende fomentar la economía campesina para producir alimentos (apoyando tanto el polo de los productores pobres como el de los consumidores de las grandes zonas marginadas tanto urbanas como rurales) en una lógica keynesiana de incentivo a la oferta y la demanda. Fome Zero tiene la importante característica de ser un programa ampliamente consensuado con las organizaciones sociales, cuyo apoyo y participación ha sido y seguramente será una de sus mayores virtudes.

La participación de la sociedad civil en acciones de este tipo es clave. Vale la pena detenerse a reflexionar sobre ello, pues es a partir de ahí, y no del liderazgo mesiánico de un líder o de las soluciones mágicas de un gobierno que distribuye beneficios de arriba hacia abajo, donde hoy se puede transformar la realidad. En ese sentido, hay mucho que admirarle a una sociedad como la brasileña que ha pasado por un proceso de maduración notable desde las luchas sindicales de los 70, a la movilización popular por la elección presidencial directa, pasando por el impeachment a Fernando Collor de Mello y la campaña de Betinho contra el hambre en los primeros años 90. Incluso la exitosa campaña de combate al sida y atención a los portadores de VIH, hoy ejemplo en todo el mundo, es producto de esta participación.

El valor de la participación social y el grado de injerencia que las organizaciones han alcanzado en las instituciones brasileñas es un fenómeno que debe comprenderse en toda su dimensión, pues Lula es producto de ello. Resulta por lo tanto ingenuo que algunos sectores de nuestra izquierda vean en su triunfo una premonición para las elecciones de 2006 en México, cuando la realidad es otra, muy distinta a la de Brasil. Es claro que en México los ritmos del proceso democrático no se han consolidado, la maquinaria corporativa estatal todavía es muy poderosa y fundamentalmente la transición ha sido producto de las elites antes que resultado de la madurez de la sociedad.

Lo aquí planteado no quiere decir que la participación sea una fórmula mágica, pero sí un instrumento útil cuando se reconocen las restricciones que la realidad impone. Aunque Lula ganó la Presidencia con una cómoda ventaja (61 frente a 39 por ciento de los votos emitidos en la segunda vuelta), a su partido, el de los Trabajadores, no le fue igual: obtuvo entre 17 y 18 por ciento de los votos en la Cámara de Senadores y de Diputados en medio de gran fragmentación. Con un apoyo tan limitado en el Congreso, no puede gobernar solo. Necesita alianzas políticas.

Durante todo el periodo de transición Lula se vio sometido a una profunda presión para distribuir carteras ministeriales en el ámbito federal, por lo que no es realista esperar, en el corto plazo, cambios mayores, ni en la legislación ni en el gobierno federal, especialmente si requieren aprobación parlamentaria. Aun así, la formación del gobierno no se ha hecho con base en un reparto de cuotas, a la manera que lo haría un populista, sino que ha buscado someter la distribución de espacios de poder a su proyecto estratégico de gobierno.

Por si fuera poco, Brasil atraviesa por una situación económica más que complicada. Su deuda pública (superior a 60 por ciento del PIB) y la creciente devaluación del real son situaciones difíciles de manejar que reducen sustancialmente el margen de maniobra del nuevo gobierno. Durante su campaña Lula fue enfático en asegurar que cumpliría con los compromisos de Brasil frente a las instituciones financieras internacionales.

Desde hace algunos meses Eduardo Palocci, ex alcalde de Riberão Preto, coordinador del programa electoral de Lula y actualmente ministro de Hacienda, se ha encargado de dar las garantías que el propio presidente ha refrendado frente a las economías del mundo en Davos.

Tampoco es realista pensar que Lula hará cambios radicales en materia de política económica. Los constreñimientos en ese sentido son muy claros y mientras el FMI no permita la aplicación de políticas menos ortodoxas, sus posibilidades no podrán ir mucho más allá en ese terreno. Es posible esperar, sin embargo, que Lula ponga una parte del poder y legitimidad que le ha dado un récord histórico de votos para que algunas cosas empiecen gradualmente a cambiar. En ese sentido, su presentación en Davos, ante las economías más poderosas del mundo, es la demostración del principio de un nuevo discurso.

En lugar de presentarse con un planteamiento ideológico cerrado, llegó a Davos a reafirmar que cree en el libre comercio, pero en el libre comercio recíproco, con una crítica a quienes lo pregonan y no lo practican; ha responsabilizado a las economías más poderosas de la suerte de las que no lo son, no para pedirles dinero, sino para sensibilizarlas y buscar su participación en la cuestión del combate al hambre. La propuesta que ha hecho para formar un fondo internacional para combatir este flagelo en los países del tercer mundo es inteligente, pues invita al liderazgo de los países más ricos para su administración, aunque apela al financiamiento privado, como ya se vislumbra en el propio programa que Brasil instrumentará dentro de sus fronteras.

Lula no es Bush y, aunque sería absurdo enfrentarse a los estadunidenses, tampoco es de esperarse que les dé un cheque en blanco. En el caso del ALCA -negociación que durante este año Brasil habrá de conducir junto con Estados Unidos-, Lula ha sido enfático en que no firmará un acuerdo de anexión. Si Brasil y México, las dos economías más fuertes de América Latina, llevan a cabo una acción coordinada en las negociaciones con Estados Unidos, seguramente podrá lograrse un acuerdo comercial en mejores términos.

Lula va a utilizar la legitimidad de sus votos y su larga experiencia en negociar para conducir acuerdos distintos en el ámbito multilateral que puedan ser más favorables a Brasil y al conjunto de América Latina. Su postura frente al Mercosur y su aspiración por lograr procesos de integración que transciendan lo exclusivamente comercial, así como el liderazgo que ha comenzado a ejercer en América del Sur traen un aire fresco a la región.

Exageran quienes afirman que Lula llegó para marcar la pauta de un nuevo modelo económico. Lo que sin duda podemos augurar es que gastará menos saliva en hacer la retórica antineoliberal y más en discutir los instrumentos concretos que permitan el inicio de una serie de cambios necesarios. Amplias y diversas son las cosas que pueden lograrse con talento, buenos reflejos políticos y participación social. Uno de los catalizadores de este proceso sin duda está en la relevancia de un nuevo discurso. Es la importancia de llamarse Lula.

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