Bárbara Jacobs
Entre un parlanchín y un taciturno
Aunque no ha sido frecuente que yo asista a ninguna, la idea de una cena siempre me ha hecho ilusión. Quiero decir, imaginarme invitada a cenar ha despertado ilusiones que las cenas a las que he asistido casi invariablemente han hecho desvanecerse. Estar en una de estas reuniones no me ha sino desilusionado pues, como se dice, una cosa es soñar y, otra, muy diferente, es vivir. Además, nadie te da a escoger, y lo malo es que al soñador los sueños le llegan solos, de ahí que su vida sea la de un desilusionado permanente.
La razón por la que prefiero imaginarme en una cena que estar en ella es el miedo a conversar. Para mí es preferible ser el que escucha que el que habla, y con esta característica no me puedo complementar más que con el que habla y no sabe escuchar. Tan mal conversador el uno como el otro, por más que en una visita seamos necesarios los dos. Ejemplo de lo que digo, una invitación a la que asistí. Ahí tuve ocasión de conocer, gracias a que no paró de hablar, a un gran traductor, o traductor que, por haber traducido un gran libro, adquirió importancia en la sociedad cultural. El afortunado encuentro hizo que aquella fuera una cena de la que no me desilusionara.
Sin embargo, yo no supe de quién se trataba hasta que, concluida la fiesta, cada invitado se encontraba de regreso en su propia casa, intercambiando sin duda con otro sus impresiones de la pequeña reunión. Tras lamentar no haber identificado a tiempo al traductor, reflexioné si lo habría perturbado saber que, mientras compartimos la mesa, yo no hubiera sabido quién era él. Supuse que no, como tampoco se habría inmutado, imperturbable como lo percibí, si de haberlo identificado le hubiera expresado gratitud por su conversación.
ƑCómo podía pasarla bien hablando tanto? Tal vez al anudarse la corbata de moño se daba instrucciones ante el espejo, pues solamente de esta manera se logra confundir la realidad con el sueño. Dedicó la noche a acaparar la conversación, y era de suponerse que habrá dormido satisfecho. No hizo más que hablar de sí mismo, lo que equivalía, en su caso particular, a no expresar nada en lo que él no se diera importancia. Su ángel guardián le habrá dado un par de palmadas en la espalda; "Misión cumplida", le susurraría al oído; "puedes dormir tranquilo".
ƑConocerá la opinión de La Rochefoucauld alrededor de la conversación? "Lo que hace -dice--, lo que hace que tan pocas personas sean agradables en la conversación es que cada una piensa más en lo que quiere decir que en lo que dicen los otros." Cuando estoy presente en una cena, querido La Rochefoucauld, agradezco la presencia del invitado que se encargue de hablar. Me gusta observarlo. Juego a ver si, por el producto de mis observaciones, doy con quién es -es decir, quién es -aquel al que observo, de modo que, no sin inquietud, te contradigo. A mí me pareció agradable el traductor, al menos si entiendo el calificativo como satisfactor de mis propias carencias. ƑSe puede dar el lujo un escritor de rechazar materia prima, por más desagradable que ésta pueda resultar a veces?
No es fácil coincidir con alguien tan excesivamente expresivo como el traductor. De ahí que cuando, dos o tres días más tarde, me llamó la anfitriona para disculparse por haber invitado al traductor en cuestión, me alarmara. Procuré tranquilizarla inquiriendo el motivo de su disculpa, aunque a mí no se me había dificultado imaginar cuál pudiera ser. Enseguida, ella me lo confirmó. Para reparar lo que consideró un error de maneras sociales, me invitaría, dijo, a una cena sin el traductor. Fue la perspectiva lo que me llenó de espanto. ƑQué sucedería si quien sustituyera al invitado parlanchín no fuera sino otro pobre taciturno? Porque la verdad es que en la lucha por conquistar el silencio, no tolero competidor.