José Cueli
Tragedia de Bienvenida
Cuando al salir del vértigo de las calles donde palpitan todas las fiebres modernas, se penetra en la plaza México, siéntese uno en otro tiempo. Todo presenta un recuerdo y una nostalgia, un estar fuera de lugar. Todo encarna un esplendor del pasado. Todo está teñido de melancolía. En todos sus rincones parece que se notaran las huellas de toros, toreros y aficionados que han pasado por ella, generación tras generación.
La plaza México es poesía pura y alucinante que permite traducir sensaciones de otros tiempos. Amores, desengaños, adioses, asociados a las corridas. Por eso, ahí nada carece de alma. Un ritmo de antaño lleno de resonancias nostálgicas da la existencia, una nobleza casi legendaria, en que los toros y las grandes obras de arte realizadas adquieren una prestancia de muy hidalga estilización. Decir plaza México es decir imaginación que a uno transporta a otros mundos. Máxime si cada silueta torera con su poder evocador de recuerdos acaba por despertar emociones que respondan a la vaguedad o vivacidad de esas fantasías. Ese algo poético o inesperado que despierte esas imágenes que sorpresivamente nos sacan de lo rutinario. Así, uno de los novillones de Jaral de Peñas, débiles, sorpresivamente le pegó una cornada a Jorge Gutiérrez en la ejecución de la suerte suprema. En corrida que no dejará mas que la desagradable sensación de un torero herido, se impone el recuerdo de que Antonio Bienvenida, maestría y arte puro, murió a manos de una becerra en una tienta.