GUERRA CONTRA IRAK
Decenas de muertos y heridos por las bombas de racimo
lanzadas en Bagdad
"Echaron a correr los soldados de EU apenas abrimos
fuego": fedayines
Cuando BBC y otras cadenas reportaban encarnizados
combates, nada sucedía en el aeropuerto
Los cafés capitalinos, repletos de soldados de
la Guardia Republicana; desde ahí parten al frente
ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT
Bagdad, 4 de abril. El soldado agonizaba; a su
lado, un camarada del fe-dayín de Saddam Hussein sollozaba
mirando su dolor. Las balas es-tadunidenses le habían dado en las
piernas y una doctora intentaba muy despacio, con infinito cuidado, quitarle
la bota del pie derecho.
El soldado se negaba a gritar, a mostrar su sufrimiento,
pero cerraba fuertemente los ojos mientras ella se afanaba con la bota,
tirando de las agujetas para deshacer el nudo, temerosa de lo que vería
al cortar la pierna del pantalón.
"Somos fedayines, hombres or-gullosos", dijo su
camarada, con las cejas empapadas de sudor, sacudiéndose el recuerdo
de la ba-talla en la cual había estado participando en el aeropuerto
internacional de Bagdad.
"Teníamos a raya a los estadunidenses. Se
estaban dispersando, y entonces un oficial le dijo a mi camarada que fuera
a traer raciones para los combatientes. Cuando venía de regreso
comenzaron los balazos y le dieron", añadió.
Los dos combatientes portaban aún el uniforme negro
y las botas del mismo color -de las unidades fedayines de Saddam-
con los que habían combatido toda la noche en Radwaniyeh, en el
camino al aeropuerto. Relataron que los soldados estadunidenses transportados
en helicóptero "cayeron del cielo y echaron a correr" apenas los
iraquíes abrieron fuego.
Heridos, pero no vencidos
Pero
los invasores habían regresado y no había duda de los resultados.
Fuera del pabellón médico donde estaba el herido, en el hospital
Yarmouk, encontré a un soldado semidesnudo en una camilla, con la
camisola de batalla alrededor de los hombros, sin pantalones y con un vendaje
empapado de sangre en el pie derecho.
Otros militares que llevaban el casco en la mano recogían
nombres y equipos; uno traía un suéter del ejército
tan deshilachado que le colgaban pedazos de estambre de la espalda.
En el hospital Mansour era la misma historia. A la distancia
po-día oírse el fuego de rifles. Pero aun si los soldados
iraquíes estaban heridos, habían combatido a la mayor potencia
de la Tierra, lo cual es una especie de gran logro en sí mismo.
En un corredor del Yarmouk un soldado canoso de mediana
edad, que llevaba uniforme de coronel, pasó rengueando en muletas
junto a mí. Pero al llegar al vestíbulo se irguió
y se sacudió el polvo de los hombros para lucir sus charreteras
y galones dorados.
¿Y dónde están los estadunidenses?
Sólo 18 horas antes anduve rondando por la desierta sala de salidas
del aeropuerto internacional Saddam Hussein, haraganeando por la abandonada
aduana y charlando con los siete milicianos armados que estaban de guardia.
Conocí al director del puerto aéreo y me
detuve al lado de las pistas en las que dos jets de pasajeros de
Aerolíneas Iraquíes, cu-biertos de polvo -un viejo 727
y un Antonov aún más viejo-, ya-cían olvidados
en el pavimento, no lejos de un helicóptero militar igualmente decrépito.
Y todo lo que pude oír fue el susurro lejano de
jets que volaban muy alto y el parloteo de parvadas de pájaros
que han hecho nido cerca del estacionamiento, en ese que era el primer
día del verdadero verano de Bagdad.
La toma del aeropuerto -o al menos parte de él-
había sido prevista apenas tres horas antes, cuando la BBC difundió
afirmaciones de que unidades de vanguardia de división de la infantería
mecanizada estadunidense es-taban a menos de 15 kilómetros al oeste
de la capital y habían tomado posiciones justo al borde del aeropuerto
internacional.
Pero yo estaba a unos 30 kilómetros al oeste de
la ciudad y no había allí estadunidenses ni vehículos
blindados, ni un alma alrededor de las pistas del aeropuerto, mientras
aquél cuyo nombre lleva la terminal, bajo la forma de póster,
estaba sentado como si nada en la sala de llegadas, con traje de civil
y un puro en la mano.
De manera aún más asombrosa, no había
indicios de los 12 mil hombres de la Guardia Republicana con quienes la
división estadunidense tenía previsto enfrentarse.
De hecho el aeropuerto internacional se veía como
si estuviera paralizado por una huelga industrial (no pensemos que semejante
cosa pueda darse en el Irak de Saddam), más que a punto de ser capturado
por la única superpotencia mundial.
¿Sería cierto, preguntaron al mi-nistro
de Información en su conferencia de prensa de las 14 horas -institución
rutinaria en la que por lo general uno se muere de tedio-, que los estadunidenses
están en el aeropuerto de la capital? "¡Pamplinas!", gritó.
"¡Mentiras! Vayan a verlo ustedes mismos."
Y eso hicimos. Y, para desgracia del vocero angloestadunidense
en Doha y del oficial estadunidense citado por la BBC, el ministro iraquí
tenía razón y los estadunidenses se equivocaban.
Pero no por mucho tiempo. Sólo dos horas después
de que dejé la tranquilidad de la sala de salidas del aeropuerto,
con sus muros ga-rrapateados con consignas de "Abajo Estados Unidos", los
soldados de ese país ya estaban en las pistas, lanzando proyectiles
sobre la terminal, mientras sus aviones arrojaban bombas hacia las aldeas
circundantes.
Fraudulenta atmósfera
Una cascada de flejes de grafito -esto es lo más
cercano a la verdad que se pudo saber hoy en Bagdad- fue lanzada sobre
las dos plantas principales de energía eléctrica de la ciudad,
los cuales fundieron la red entera y sumergieron a la ciudad -debajo de
su mortaja de hogueras petroleras- en una oscuridad sepulcral.
En la avenida Saadoun podía escucharse el golpeteo
de los proyectiles, que por primera vez oigo en Bagdad. No bombas o misiles
-aunque también cayeron por to-das partes durante la noche-, sino
descargas de artillería que se escuchaban hacia el oeste, en dirección
al aeropuerto donde el joven fedayín a quien vi herido más
tar-de combatía a los invasores.
Pese a todo, una especie de fraudulenta atmósfera
de tranquilidad envolvía a Bagdad. Cuando regresé del aeropuerto
internacional no parecía haber algún intento de bloquear
la principal carretera de entrada a la capital.
Salvo unos cuantos soldados en las calles y un panel de
la policía, se habría dicho que era el atardecer levemente
caluroso de un día de asueto normal.
Durante todo el jueves me hice la misma pregunta: ¿Dónde
se estaba llevando a cabo el anunciado asalto estadunidense de Bagdad?
¿Dónde estaban las multitudes despavoridas? ¿Dónde
las ca-lles desiertas? ¿Y exactamente qué hacían los
estadunidenses?
Estaban rodeando la ciudad, insistían todas las
difusoras de radio y televisión extranjeras. Pe-ro seguían
llegando viajeros de Ammán, las autoridades habían vuelto
a poner más de sus autobuses chinos de dos pisos en las calles -el
servicio normal, como dicen, se había reanudado- y la compañía
ferroviaria aseguraba que sus trenes partían como de costumbre hacia
el norte del país.
Luego, poco antes del mediodía del jueves, un zumbido
sordo se fue insinuando en la conciencia de todos en las calles del centro
de Bagdad, sonido largo, monótono y ligeramente oscilante, mezcla
del que harían una cortadora de pasto lejana y el ronroneo de un
gato.
Y cuando seguí los brazos de una docena de policías
y personas que andaban de compras en la calle Jumhurriyah, quienes apuntaban
hacia algo que se desplazaba, por fin divisé la máquina voladora
que se movía con lentitud en el cielo caluroso y gris.
Los estadunidenses acababan de enviar su primer zángano
sobre la ciudad, el primer avión de reconocimiento sin tripulante
jamás visto en esta guerra, volando con tal lentitud que, a diferencia
de los jets supersónicos que se precipitan como águilas
sobre la ciudad para dejar caer sus bombas, era fácil seguir su
trayectoria a simple vista.
El aparato pasó zumbando en dirección al
oeste, hacia el mayor de los palacios presidenciales, muy bombardeado,
y luego giró hacia el sur.
Parecía una criatura tan frágil, una presencia
tan diminuta en el cielo negro y enfurecido, que era posible olvidarse
del ojo capaz de verlo todo que llevaba en la panza, las tomas en vivo
que mostraba a los oficiales estadunidenses ubicados en el perímetro
de la ciudad, las selecciones que ayudaba a hacer de los suburbios que
se-rían bombardeados.
Ya hubo hoy nuevas evidencias del daño causado
por bombas de racimo, esta vez en la misma Bagdad, no nada más en
los suburbios.
Desde Furad, en el distrito de Doura, desde Hay al Ama
y otras áreas al oeste de la capital llegaban civiles a los pabellones
de emergencia con las usuales heridas terribles: agujeros múltiples
y profundos hechos por esquirlas de las bombas que estallan en el aire.
Se dijo que la cuota mortal tan sólo en Furud ascendió a
más de 80.
Un solo hospital central recibió 39 heridos, cuatro
de los cuales murieron durante la cirugía. Un joven había
corrido cuando vio bajar objetos blancos del cielo; otras personas que
estaban en la calle cayeron al suelo y él recibió el impacto
cuando trataba de meterse en su casa.
Otro era un automovilista que vio los racimos de bombitas
minúsculas -cada una repleta de trozos de acero en forma de estrellas-
caer "como piedras pequeñas". Tenía los pies bañados
en sangre, y en el pecho y los brazos se podían ver los característicos
agujeritos que perforan en la carne los fragmentos de metal.
Hay un cambio en los comensales que acuden a los distintos
lugares de la ciudad. El jueves fui al restaurante Furud por mi ración
diaria de shish-taouk de pollo, jitomates y ejotes. Estaba repleto
de familias chiítas: las mujeres con chador negro, los hombres
de barba en su mayoría, masticando gigantescas mezzes de
hoummos y ta-bouleh de cordero y arroz.
En el televisor tenían sintonizado un canal iraní
que pasaba un programa musical en lengua persa. La televisión iraní
tiene dos canales árabes cuya señal puede captarse sin antena
parabólica, y muchos bagdadíes confían más
en sus servicios de noticias que en los de la televisión kuwaití
o saudiárabe.
Hoy los cafés estaban llenos de soldados de las
divisiones de la Guardia Republicana que defienden Bagdad, hombres que
en 15 minutos pueden llegar desde el frente de batalla para comer y que
estacionan sus armas antiaéreas y sus vehículos militares
afuera de los establecimientos.
¿Dónde están, pues, esos miles de
soldados de la Guardia Republicana que los estadunidenses no pudieron hallar
en el desierto? Bueno, pues aquí, defendiendo su capital. ¿Por
qué, me pregunté, les parecía eso tan sorprendente
a los estadunidenses?
Entre la gente común y corriente persiste, sin
embargo, esa ilusoria y no muy convencida negativa a aceptar los profundos
cambios militares, y por tanto políticos, que se preparan para Bagdad.
En Mansour los tenderos siguen calificando de "mentiras
extranjeras" las noticias del avance estadunidense, tan evidente en el
fragor del fuego de artillería en los límites de la ciudad;
así me lo dijo un vendedor de pistaches que no estaba bajo la escucha
de ningún "comisario" del gobierno.
Quizá, reflexioné, los bagdadíes
han sabido tanto de la guerra en los 23 años pasados que los grandes
ejércitos y fuerzas aéreas que han bombardeado este país
simplemente ya no provocan los sentimientos de "conmoción" y "pavor"
que los militares estadunidenses esperan.
Noté, por ejemplo, cerca del puente Rafidiyeh,
entre el tráfico de vehículos, a un hombre que miraba el
enorme monumento a la "victoria" de Saddam Hussein en la guerra de 1980-1988
con Irán.
En la base de una columna se ve una escultura de hierro
que muestra a soldados disparando con ametralladoras, desde atrás
de sacos de arena, a sus enemigos persas, y a un soldado que lanza una
granada en la misma dirección.
He allí un monumento a la victoria militar, a los
"mártires" de esa victoria -quizá medio millón de
ellos- y al soldado desconocido de esa misma guerra.
Los ex prisioneros de guerra, por su parte, pidieron la
construcción de un monumento que honrara su sufrimiento -hubo 60
mil de ellos en ocho años-, pero su solicitud fue rechazada oficialmente.
¿Sería para enfatizar la humillación
que significa rendirse? ¿Será una lección para los
jóvenes soldados iraquíes que defienden hoy su ciudad, para
el joven del hospital de Yarmouk, su camarada y los soldados que engullen
sus almuerzos antes de volver al frente?
Hace apenas 24 horas, el jefe del estado mayor de la División
Bagdad de la Guardia Republicana -la misma unidad que los es-tadunidenses
supuestamente estaban "incinerando"- anunció que había tenido
sólo 17 muertos y 35 heridos.
¿En qué mundo estamos viviendo? ¿De
veras detendrán a los estadunidenses en el aeropuerto? En 1941 una
patrulla alemana capturó por breve tiempo la última estación
de la línea de tranvías que comunicaba con el oeste de Moscú
y se apropió de los boletos para llevárselos de recuerdo,
pero no pudo llegar más lejos.
Pocos aquí, sin embargo, dudan que los soldados
estadunidenses se abrirán paso a sangre y fuego hasta Bagdad si
realmente quieren hacerlo. Después de todo, Napo-león sí
llegó a Moscú.
¿Y qué significa esa extraña aseveración
estadunidense de que sus fuerzas especiales entrarían en zonas de
la capital para descubrir si las tropas de su país serían
bienvenidas o no, y que si el recibimiento era amistoso se adentrarían
más?
Sonó como si un sondeo de opinión pú-blica
fuera a decidir el destino de Bagdad. Incapaces de comprar una milicia
local que combatiera por ellos -como la tienen ahora en el Kurdistán
y como hicieron en Afganistán y Kosovo-, los estadunidenses parecen
decir que los pobladores de Bagdad serán cercados y privados de
electricidad -y por consiguiente de comida fresca y de luz- si no se comportan
según los rituales de "liberación" dictados por Washington.
Vuelve a mí la misma vieja pregunta. Los rusos
pudieron sostener Stalingrado porque amaban a Rusia tanto como temían
al ma-riscal José Stalin. ¿Se aplica a los iraquíes
la misma ecuación de patriotismo y dictadura? Los señores
George W. Bush y Tony Blair deben confiar en que no sea así.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya