Bárbara Jacobs
Ronda de Lunas
Aestas alturas, empezaba a conformar la personalidad de Lunas. Contaba ya con algunos de los motores que la ponían en marcha. El profundo anhelo de creación con el que el pobre nació y con el que se habrá encontrado, quizás un tanto precozmente, aun antes de la adolescencia, cuando es común preguntarse qué está uno haciendo donde sea que se encuentre, puesto que bien podría no haber nacido y no estar por tanto preguntándose, a ciegas, prácticamente sin asomo de la voluntad, por qué, ni para qué, ni nada de nada. šQué impotente se habrá sentido si llegó a plantearse cuestionamientos como éstos; qué inútilmente impotente!
Decía, encaminada una aproximación a Lunas, algo trazada su tortuosa personalidad y delineado ese sesgo de derrota que la definió, comienzo a saber qué cosas la configuraron hasta orillarlo, al advertirlas, a declarar, "Muy bien, amigos; me pliego", o, "Señores, hasta aquí llegué. Malditos sean", y sé que no es poco.
Sin embargo, Ƒqué he consignado de su esposa? š Ni siquiera el nombre! Adela. Lo supe al leer, en una caligrafía cuidadosa, de alumna reprimida de colegio de religiosas con pretensiones, el remitente en el sobre que mi renovada anfitriona rotulaba cuando me apersoné, por no sé qué número de oportunidad, en su cabaña a medio camino entre aquí y allá, para visitarla.
-En esta ocasión -arranqué- vengo a conversar con Adela de Lunas sobre Adela de Lunas. ƑMe permite? -me encontré formulando, con la incómoda sensación que en otro tiempo experimentarían los caballeros al invitar a bailar en la pista del salón una pieza -es que llamarla pieza ya es suficiente indicador de lo obsoleto del hecho, de la época, del alcance posible de la intención- a una dama.
Ante la exposición de mis propósitos, Adela de Lunas, desde su silla de ruedas, parapetada detrás de las pilas de papeles y otros documentos que hablaban de Lunas, mi viejo y fracasado y muerto de modo trágico profesor de literatura de la preparatoria; Lunas, para mayores señas, Pablo, flaco, previsiblemente desaliñado, desilusionado; la viuda, decía, levantó la vista hacia mí con expresión de asombro; la bajó, atribulada.
Al registrar que el motivo de mi visita era ella, y no las retorcidas razones que condujeron a su esposo al abismo, me preguntó, absorta en un pasmo:
-ƑQué dice? -con lo que quizás pretendió ganar tiempo.
Para perderlo, interpuse:
-ƑPuedo llamarla Adela, señora? -aventuré, con la delicadeza que mi un tanto repentina curiosidad permitió.
Debo confesar que me costó cuidarme de que el sujeto de mi interrogatorio advirtiera que mi mayor interés en su situación no se limitaba a averiguar el origen de su parálisis, si era congénita o, si no lo era, en qué momento se le había impuesto y por qué, sino que buscaba satisfacer la sospecha de que su esposo no estuviera exento de culpa en la condición que la mantenía a ella paralizada. Esta molesta suposición había empezado a impedirme, qué digo, a paralizarme, ante mi pesquisa, ambiciosa en extremo, crecientemente insondable, en torno de la vida de mi viejo profesor de literatura, Pablo Lunas, con su pronunciado tartamudeo y su aliento a encierro.
-Digo, querida Adela, si no es un abuso ni un improperio llamarla así, con su nombre desnudo, desprovisto de implicaciones, que hoy me encuentro aquí con el único fin de que usted me cuente por qué está paralizada.
Adela de Lunas aclaró la garganta y estaba por contestarme cuando, en un impulso, yo entorpecí el que parecía fluido desenlace de nuestro diálogo al preguntarle:
-Dígame, Adela, Ƒquién la empujó?
Por toda respuesta, apretó los labios con resolución y me señaló la puerta.