Pedro Miguel
Sabiduría
Cientos de misiles disparados contra Bagdad se acumularon en el cielo a lo largo de 20 días y permanecieron suspendidos en el aire, con su tonelaje sostenido por la fuerza de la misericordia. Esos aparatos son tan inteligentes que pueden imaginarse el daño que habrían de provocar si aterrizaban, y tomaron la decisión sabia y difícil de aguantar el mayor tiempo posible al lado de las nubes y retardar el sufrimiento de los minúsculos civiles que se veían allá abajo, circulando como hormigas, agradecidos por la continuidad de su existencia y satisfechos por la permanencia de sus espacios cotidianos. Los cielos de la ciudad milenaria fueron oscureciéndose a medida que se saturaban de proyectiles amistosos que revoloteaban sus aletas para mantenerse casi inmóviles y evitar la caída. Los niños de Bagdad se acostumbraron a las presencias flotantes, las individualizaron y les pusieron nombre.
Los generales y almirantes de las tropas angloestadunidenses, reunidos en sus búnkers de Kuwait y Qatar, analizaron con gravedad la situación y estudiaron detenidamente sus opciones. Podían desconectar a control remoto la incómoda conciencia de sus armas y forzarlas de ese modo a caer sobre cuarteles, tiendas, duchas, oficinas, centros de prensa, habitaciones, salas de tortura y floreros de mesas de centro, y destruir la capital de Irak con todo y sus habitantes civiles y militares. Pero los generales y almirantes de Estados Unidos y Gran Bretaña eran personas civilizadas y sensibles y les horrorizaba la idea de ganar la guerra al precio de explosiones que reventarían los pies de los niños, harían saltar los globos oculares a secretarias y ministros, arrancarían las cabezas de los hombros de los milicianos y perforarían las placentas de las mujeres embarazadas. Así pues, los estrategas de la civilización decidieron otorgar su respaldo a la decisión de sus proyectiles de no caer sobre Bagdad, se resignaron a la idea de estirar un poco la tolerancia para dejar que Saddam Hussein fuera derrocado por los propios iraquíes o que falleciera a causa de un tumor maligno.
Los altos mandos militares de la democracia percibieron que tal decisión tenía la ventaja adicional de evitar la muerte del inglés David Jeffrey Clarke, del hispano Rubén Estrella Soto, del afroamericano Brandon Sloan y del colombiano-estadunidense Diego Fernando Rincón, entre muchos otros chavitos de 18 o 19 años que el Pentágono ha desplegado en Irak y que, con casi toda la vida por delante, no deberían morirse.
Los misiles crucero, las bombas de racimo y los proyectiles guiados por láser se han dado abrazos de despedida en el cielo de Bagdad y se han dispersado. Esas armas son tan inteligentes que cada una de ellas ha sido capaz de escoger un terreno baldío, un rincón de desierto o un valle despoblado para ir a estallar sin causar daño. Ahora, las embarazadas de Bagdad se disponen a dar a luz en una ciudad aún gobernada por un dictador, pero tranquila, entera y apacible, dentro de lo que cabe; en hospitales aún afectados por el embargo pero munidos de lo indispensable para atender partos, extirpar amígdalas, extraer apéndices y suturar lesiones laborales. Es cierto que muchos de los hogares de la ciudad requieren de una, dos y hasta tres manos de pintura, pero sus estructuras fundamentales están enteras y podrán resistir durante muchos años. El aire se ha limpiado con el calor del verano. Los soldados y milicianos de las fuerzas del régimen están ocupadísimos en lustrarse las botas y los niños siguen jugando y corriendo con sus miembros completos, con su par de ojos cada uno, con la piel del torso libre de quemaduras y ajena a las esquirlas de metralla, con una vida difícil por delante, pero con vida a fin de cuentas.
Y los soldados que habrían tenido que pelear y morir en los desiertos y ciudades iraquíes marchan rumbo a sus hogares. Clarke vive en Littleworth, Inglaterra; Estrella Soto reside en El Paso, Texas; Sloan es de Bedford, Ohio, y Rincón tiene su casa en Conyers, Georgia. Gracias a las decisiones sabias y piadosas de Bush, de Rumsfeld, de Franks y de Blair, ninguno de ellos figura en una lista de bajas y sus nombres no serán inscritos con letras doradas en una lista de caídos en combate, pero, a cambio de perderse semejante honor, podrán graduarse en una universidad cualquiera, tener hijos, adquirir una casa, enfermar de la próstata y morirse de viejos.
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