GUERRA CONTRA IRAK
Una potencia que ocupa otro país está
obligada a dar protección a los civiles
Los invasores, responsables de saqueos y asesinatos
perpetrados por iraquíes
Vergonzosa actitud británica; la gente libera
su propiedad de manos de Baaz, dijo ministro
ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT
Bagdad, 11 de abril. Hablemos de crímenes
de guerra. Sí, sé de los crímenes de guerra de Saddam
Hussein. Asesinó inocentes, gaseó a los kurdos, torturó
a su pueblo y -si bien es cierto que seguimos siendo buenos amigos de este
carnicero durante la mitad de su horrible carrera- se le puede considerar
responsable de la muerte de casi un millón de personas, que fue
la cuota final de muerte de la guerra de 1980-1988 con Irán.
Pero mientras nos felicitamos por la "liberación"
de Bagdad -acontecimiento que se está volviendo con rapidez una
pesadilla para muchos de sus residentes-, es buen momento de repasar la
forma en que hemos conducido esta guerra ideológica.
Empecemos,
pues, por el final: con esta epopeya tipo Lo que el viento se llevó
de pillaje y anarquía con la cual la población iraquí
ha decidido celebrar el regalo que les dimos de "liberación y democracia".
Comenzó en Basora, por supuesto, con nuestra vergonzosa
respuesta británica a la orgía de saqueo que se apoderó
de la ciudad. Nuestro ministro de la Defensa, Geoff Hoon, hizo algunos
comentarios especialmente infantiles sobre este desdichado estado de cosas,
sugiriendo en la Cámara de los Comunes que la gente de esa ciudad
meramente "liberaba" -otra vez esa palabra- su propiedad de manos del partido
Baaz. Y el ejército británico se limitó a respaldar
con entusiasmo semejante estupidez.
Mientras en todo el mundo se exhibían las imágenes
del pillaje en Basora, el teniente coronel Hugh Blackman, de la Guardia
Real de Dragones Escoceses, declaraba alegremente a la BBC: "No es en absoluto
de mi incumbencia interponerme en el camino".
Pero por supuesto que sí es "de la incumbencia"
del coronel Blackman "interponerse en el camino". El pillaje es objeto
de una disposición específica de la Convención de
Ginebra, como lo fue de la Convención de La Haya, celebrada en 1907,
sobre la cual basaron los delegados en Ginebra sus "reglas de guerra".
"El pillaje está prohibido", expresa el texto de
la Convención de Ginebra de 1949, y tanto el coronel Blackman como
Hoon deberían echar una ojeada al libro Crímenes de guerra
-publicado en coedición con el Departamento de Periodismo de la
Universidad de la City; la página 276 es la más dramática-
para entender lo que eso significa.
Cuando una potencia ocupante se apodera del territorio
de otro país, automáticamente se vuelve responsable de la
protección de los civiles y de sus propiedades e instituciones.
Por tanto las tropas estadunidenses en Nasiriya son automáticamente
responsables por el chofer que fue asesinado en su auto el primer día
de la "liberación" de esa ciudad, y las que están en Bagdad
son responsables por las embajadas alemana y eslovaca -saqueadas por cientos
de iraquíes el jueves- y por el Centro Cultural Francés,
que fue atacado, y por el Banco Central de Irak, quemado la tarde de este
viernes con antorchas y que, por muy contaminado que esté por el
régimen anterior -las naciones árabes tienden a colocar a
sus criaturas más odiosas en el papel de gobernador del banco central-,
es el centro del poder financiero en el país, tanto de su nueva
versión como de la vieja.
Aplausos de periodistas
Sin embargo, tanto británicos como estadunidenses
simplemente han descartado esta noción, aunque esté basada
en convenciones y en el derecho internacional. Y los periodistas les hemos
permitido hacerlo. Aplaudimos como niños cuando los estadunidenses
ayudaron a los iraquíes a echar por tierra la estatua de Hussein
frente a las cámaras de televisión esta semana, y seguimos
hablando de la "liberación" de Bagdad como si la mayoría
de los civiles estuvieran poniendo guirnaldas de flores a los soldados
en vez de haciendo fila con ansiedad en puestos de revisión y observando
el saqueo de su capital.
Los periodistas hemos colaborado, también, en un
derrumbe aún mayor de la moralidad en esta guerra. Pensemos por
ejemplo en el bombardeo despiadado de la zona residencial de Mansour, en
Bagdad, la semana pasada. Los ejércitos angloestadunidenses -o la
coalición, como la BBC insiste terca y mendazmente en llamar
a los invasores- se mantuvieron en la convicción de que Saddam y
sus dos hijos malignos, Qusay y Oday, estaban allí. Así pues,
bombardearon a los civiles de Mansour y mataron por lo menos a 14 personas
decentes e inocentes, casi todas cristianas, lo cual obviamente debería
ser de interés para los sentimientos religiosos de George W. Bush
y Tony Blair.
Ahora bien, uno hubiera esperado que el servicio mundial
de radio de la BBC preguntara a la mañana siguiente si bombardear
a civiles no constituye un acto un tanto inmoral, quizás un crimen
de guerra, por muchas ganas que tuviéramos de matar a Saddam.
Olvídenlo. El presentador en Londres describió
la matanza de inocentes como "un nuevo giro" en la guerra para acabar con
Saddam, como si fuera correcto y válido matar civiles a sabiendas
y a sangre fría con tal de asesinar a un odiado tirano.
El corresponsal de la BBC en Qatar -donde los chicos del
Centcom alardearon pomposamente de que tenían inteligencia "en tiempo
real" (la cual se demostró falsa más tarde) de que Saddam
estaba allí- utilizó toda la acostumbrada jerga militar para
justificar lo injustificable. La "coalición", anunció, sabía
que tenía "material sensible", es decir, que no tendría tiempo
de saber si iba a matar seres humanos inocentes en la persecución
de su causa, y que este "material accionable" -cito de nuevo ese
nauseabundo reporte de la BBC- no estaba "exento de riesgos". Y luego siguió
describiendo, sin un momento de reflexión sobre los asuntos morales
en juego, cómo los estadunidenses habían utilizado sus bombas
"destructoras de búnkeres" de una tonelada para arrasar los hogares
civiles.
Se trata, por supuesto, de los mismos artefactos de destrucción
que la fuerza aérea estadunidense empleó en su vano esfuerzo
de matar a Osama Bin Laden en las montañas de Tora Bora. Así
que ahora las usamos, con pleno conocimiento de causa, en los frágiles
hogares de los civiles de Bagdad -personas que serían dignas de
la "liberación" que queremos otorgarles-, con la esperanza de que
una apuesta, un poco de fallida "inteligencia" sobre Saddam, rindiera resultados.
La Convención de Ginebra tiene mucho que decir
respecto de todo esto. Se refieren específicamente a los civiles
como personas que deben contar con la protección de una potencia
beligerante aunque estén en presencia de antagonistas armados. La
misma protección fue demandada para los civiles del sur de Líbano
cuando Israel lanzó su brutal operación Viñas de
Ira en 1996. Cuando un piloto israelí, por ejemplo, disparó
un misil Hellfire de fabricación estadunidense a una ambulancia
y mató a tres niños y dos mujeres, los israelíes sostuvieron
que un combatiente del Hezbollah iba en ese vehículo. La afirmación
resultó totalmente falsa, pero independientemente de ello Israel
fue condenado con justa razón por asesinar a civiles con la esperanza
de dar muerte a un combatiente enemigo.
Ahora estamos haciendo exactamente lo mismo. Y Ariel Sharon
debe de estar encantado. Después de que las bombas destructoras
de búnkeres se lanzaron sobre Mansour, se acabaron las críticas
gazmoñas de los occidentales a Israel.
Cometemos cada vez más de estos crímenes.
El asesinato estadunidense en masa de más de 400 civiles en el refugio
antiaéreo de Amariyah, en su guerra del Golfo de 1991, fue perpetrado
con la esperanza de matar a Saddam. En el bombardeo de Serbia, en 1999,
atacamos repetidamente zonas civiles -después de darnos cuenta de
que el ejército yugoslavo había abandonado sus cuarteles-
y, en uno de los incidentes más perversos, ocurrido hacia el final
de esa guerra, un jet estadunidense bombardeó un estrecho puente
de un camino sobre un río. La OTAN aseguró que el puente
podía sostener tanques, aunque no había ninguno a la vista.
De hecho, era demasiado estrecho para un tanque. Pero otro piloto regresó
a bombardearlo en el momento mismo en que los rescatistas trataban de salvar
a los heridos. Entre las víctimas de esta segunda bomba había
niñas de escuela. Una vez más, en nuestra euforia de ganar
esa guerra, olvidamos el incidente.
¿Por qué? ¿Por qué no podemos
guiarnos por las reglas de guerra que con toda razón exigimos a
otros obedecer? ¿Por qué los periodistas -una vez más,
guerra tras guerra- nos hacemos cómplices de esta inmoralidad convirtiendo
un acto cruel, despiadado e ilegal en un "nuevo giro" o en "material sensible"?
Las guerras tienen por lo regular el efecto de transformar
a personas normalmente ecuánimes en porristas, de convertir a periodistas
racionales en desagradables y ensoberbecidos coronelitos de fantasía.
Pero sin duda todos deberíamos llevarnos a la guerra nuestra Convención
de Ginebra, junto con ese librito de la Universidad de la City. Porque
la única gente que se beneficiará de nuestros propios crímenes
de guerra será la próxima generación de Saddam Husseins.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya