Armando Bartra
Periciales de un agrocidio
¿Quién mató al campo mexicano? ¿El
agrocidio fue accidental o calculado? ¿Se trata de un crimen
premeditado, imprudencial o por omisión? Según mi indagatoria,
no hay duda: perseguimos un delito intencional. Es más, el golpe
al agro y a los campesinos fue con todas las agravantes: con premeditación,
alevosía y ventaja.
Por principio de cuentas, hay evidencias duras de que
la desregulación y la apertura irresponsables venían de las
políticas de "ajuste macroeconómico y cambio estructural"
operadas desde los años 80, a mediados del sexenio de Miguel de
la Madrid. Y hay pruebas de que sus efectos negativos para el campo y los
campesinos ya se habían constatado y ponderado: los coeficientes
de las importaciones agropecuarias se mantuvieron prácticamente
constantes desde que se inició la apertura en 1986 y hasta el final
de la década, mientras que los de las importaciones se incrementaron
aceleradamente, con el consecuente deterioro de la balanza comercial agroalimentaria,
que mientras que en 1986 había tenido un superávit de más
de mil millones de dólares, para 1992 tuvo un saldo rojo de más
de 3 mil millones.
Así,
cuando empezó la negociación del Tratado de Libre Comercio
de América del Norte (TLCAN), México ya había eliminado
precios de garantía y suprimido permisos de importación para
la mayoría de los productos agropecuarios, de modo que teníamos
poco que ofrecer a nuestros presuntos socios. Para regatear sólo
nos restaban ciertos subsidios agropecuarios, y en cuanto a nuestro mercado
interno -ya saturado de productos estadunidenses agrícolas- faltaba
la apertura indiscriminada a las importaciones de maíz, una de las
pocas cosechas que aún se protegían con aranceles y precios
de garantía. Y ese segmento del mercado no era poca cosa, pues el
maíz es el principal producto agrícola, tanto en México
como en Estados Unidos, país que es fuertemente "excedentario" y
exportador de ese cereal. Pero siendo importante para ambas economías,
la sensibilidad de una y otra son muy distintas, pues mientras que para
nosotros el maíz es un bien alimentario directo, generalizado y
básico, para ellos es insumo forrajero e industrial. Por si fuera
poco, a principios de los años 90 Estados Unidos representaba para
México 80 por ciento de su comercio agropecuario, mientras que para
ellos no representábamos ni 6 por ciento.
Es claro que entramos a negociar el TLCAN en condiciones
de asimetría y desventaja. Pero la entrega de la parte sustancial
de nuestro mercado interno de granos básicos, con la consecuente
renuncia a la soberanía alimentaria, y el sacrificio de la mayoría
de nuestros campesinos, con la consecuente pérdida de soberanía
laboral, no resultaron sólo de lo disparejo del regateo y la torpeza
de nuestros negociadores; fueron saldos fríamente calculados por
los tecnócratas neoliberales en el poder. Sacrificar lo sustancial
de nuestra agricultura -particularmente la cerealera- y de paso a 3 o 4
millones de campesinos era el costo de nuestra integración con las
economías del norte; el sacrificio propiciatorio del México
rural era el precio de nuestro ingreso a la modernidad.
La mafia salinista y sus cómplices -quienes quizá
no conocían el agro, pero sin duda leían estudios, sobre
todo si traían numeritos- sabían perfectamente que el campo
sería el gran perdedor. Ese era el saldo rojo que anunciaban inequívocamente
todas la prospecciones. Así lo señalaron investigadores independientes
y críticos, como José Luis Calva, en Probables efectos
de un Tratado de Libre Comercio en el campo mexicano (editorial Fontanara,
1992), o Solón Barraclough, en Algunas cuestiones sobre las implicaciones
del TLC en el México rural (editorial Juan Pablos, 1992). Pero
las mismas conclusiones aparecían en los escenarios diseñados
a partir del modelo estático de Núñez-Naude, y publicadas
en El Tratado de Libre Comercio y la agricultura mexicana: un enfoque
de equilibrio general aplicado (Estudios Económicos, volumen
7, número 2, 1992); en el modelo también estático
de Robinson, Bursfisher, Hinojosa y Thierfelder, como consta en Agricultural
Policies and Migration in a U.S. México Free Trade Area: a CGE Análisis
( Worquing Paper número 617, Departament of Agriculture and Resource
Economics, University of California, Berkeley, 1991). Muy semejantes a
los obtenidas a partir de modelos dinámicos, como el de Levy y Van
Wijnberger: Mexican Agriculture in the Free Trade Agreement. Transition
Problems in Economic Reform (Technical Papers núm. 63, OCDE
Development Center, mayo 1992), y el de Romero y Núñez-Naude:
Cambios en la política de subsidios. Efectos sobre el sector
agropecuario (Documento de trabajo núm. XVI-1993, CEE, El Colegio
de México, septiembre de 1993). Por si fuera poco, las proyecciones
de organismos internacionales, como la FAO, hacían los mismos pronósticos:
World Agriculture Towards 2010: a FAO Study (Wiley and Sons, Chischester,
UK, 1995). Finalmente, el propio Departamento de Agricultura de Estados
Unidos, en el artículo Potential Effects of the NAFTA on Mexico´s
Grain Sector, de Constanza Valdés y Kim Hjort (Economic Research
Service), llega a conclusiones semejantes.
Las pronósticos de estos y otros estudios varían
cuantitativamente, dependiendo de los modelos y las hipótesis utilizados.
Sin embargo, absolutamente todos coinciden en las tendencias, en los impactos
rurales que ocasionaría la presunta liberalización comercial:
reducción de la tasa de crecimiento de la producción agropecuaria
mexicana; incremento absoluto y relativo de las importaciones agropecuarias;
progresivo déficit nacional en bienes de consumo básico,
manifiesto en el creciente saldo rojo de la balanza alimentaria; estancamiento
absoluto y contracción relativa de la producción cerealera;
pérdida abrupta o paulatina de puestos de trabajo en la agricultura;
aumento de la migración rural a las ciudades y a Estados Unidos;
mayor desigualdad; polarización y concentración del ingreso
rural. Concuerdan también en que "los más afectados serían
los pequeños productores comerciales de las zonas de temporal...",
en que también serán dañados por agricultores de riego,
aunque en ellos "los efectos negativos serían menores", e inclusive
los productores de autoconsumo "serán también afectados,
pero en menor proporción" (Fernando Rello y Antonio Pérez,
Liberalización económica y política agrícola:
el caso de México; La agricultura mexicana y la apertura
comercial, Antonieta Barrón y José Hernádez Trujillo,
coordinadores).
El propio Fondo Monetario Internacional, garganta profunda
del salinismo, anunciaba en un boletín del 10 de agosto de 1992
que el libre comercio con Estados Unidos significaría para nosotros
el retiro del cultivo de más de 10 millones de hectáreas
y un éxodo rural de alrededor de 15 millones de mexicanos, saldo
socialmente catastrófico, que tanto nuestros tecnócratas
como el organismo multilateral consideraban plausible y económicamente
necesario.
Podemos pues afirmar, con los pelos en la mano, que el
asesinato del campo mexicano fue un plan con maña, un crimen premeditado.