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México D.F. Domingo 1 de junio de 2003

MAR DE HISTORIAS

Sol de medianoche

CRISTINA PACHECO

Ayer, cuando ya no esperaba verlo, Tony llegó corriendo al aeropuerto. Nervioso, miró en todas direcciones, recorrió un tramo del pasillo, se asomó a la tabaquería y al fin vino a pararse frente al módulo de orientación. Aunque intentara disimularlo, se le notaba nervioso, fatigado.

Lo vi llevarse la mano al pecho y aspirar con fuerza. Más tranquilo, puso la mochila entre sus piernas y se ató la chamarra a la cintura: parecía un excursionista atento a la llegada de sus amigos. Un saludo en voz alta lo hizo volverse hacia las escaleras eléctricas. Entonces los mechones de pelo teñido se asentaron en el tatuaje de su cuello cercado de collares. ƑRegalitos?

Me descubrió mirándolo y no ocultó su impaciencia. La descortesía tensó de nuevo su cara. ƑLos hombres también le dirán que su rostro es hermoso? Tal vez sólo elogien su cuerpo, la musculatura que él acentúa con sus camisetas y sus pantalones entallados.

Una mujer seguida por tres niños con flores en las manos se acercó a preguntarme por el vuelo de Los Angeles. Les sugerí consultar el monitor. Insistió: "ƑNo puede verlo en su libreta?" Para complacerla me distraje y no alcancé a mirar por dónde había llegado el hombre con quien hablaba Tony.

El tipo me disgustó más que otros: era muy alto, muy rubio, muy sonriente, muy miope y muy viejo para vestir camisa roja. Se me ocurrió preguntarme a qué olería su almohada.

Mi aversión por el desconocido aumentó cuando imaginé que, en cuanto abordaran el avión, podría permitírselo todo: acariciar la rodilla de Tony, darle golpecitos en el hombro, revolverle el cabello o acariciarle el brazo con el pretexto de seguir los intrincados tatuajes. Para mí, vistas de lejos, esas señales en la piel de Tony son manchas que me gustaría entender, culpas que desearía borrar.

Como si quisiera adelantarse a mis augurios, el viejo comenzó a ejercer sus privilegios frente a mi módulo: se quitó la maletita que llevaba en bandolera y se la ofreció a Tony. El se tocó la frente con la punta de los dedos, entrechocó los talones, recibió la carga y se echó a caminar. El de la camisa roja se mantuvo rezagado unos segundos y después igualó su paso al de Tony. ƑVolvería yo a verlo? Todo era incertidumbre.

Aburrida, miré el reloj: aún me quedaban otras dos horas en el módulo. Es muy pequeño: no tengo espacio para quitarme los aparatos y estirar las piernas; si me levanto me golpeo la cabeza contra el tablero que dice "orientación". Es una palabra demasiado grande para lo que en realidad hago.

Mi trabajo es monótono: me la paso consultando mi libreta, verificando horarios y respondiendo preguntas inútiles o francamente estúpidas. Aun los viajeros más avezados se sienten perdidos en los aeropuertos. A eso atribuyo que se acerquen y me digan: "ƑDónde está el baño?" "ƑHay un banco en este piso?" šCarajo! ƑQué no ven los letreros?

Llevo cuatro años metida en este módulo. Antes de una semana advertí que mi función era distinta a lo que había imaginado. Pensé en solicitar mi cambio y pedí una cita con el jefe de personal. La cancelé la noche en que conocí a Tony.

II

Era viernes. En camiseta y yins, Tony apareció confundido entre un grupo de adolescentes cargados de mochilas, piñatas, sombreros de charro y flores de papel. Cuando los turistas se alejaron y vi que él permanecía cerca de la entrada, frente a mi módulo, me sentí contenta de poder mirarlo unos minutos más. šSólo eso!

En aquel tiempo Tony llevaba el pelo largo atado en una cola de caballo, sus ojos eran más brillantes y no tenía marcas en los brazos desnudos, libres, ociosos. Lo digo porque entonces él aún no cargaba maletas ni bultos.

Dos muchachas que pasaron junto a Tony hicieron una mueca de admiración y se alejaron cuchicheando y contoneándose provocativas. Sentí envidia de que pudieran ser tan descaradas. Tony caminó hasta la mitad del pasillo. Creí que iba a seguirlas pero volvió a su sitio. Con el pecho salido y los pulgares ensartados en el cinturón, giraba la cabeza a izquierda y derecha, sin nunca dejar de sonreír.

Tony retrocedió hasta la pared cuando apareció en el aeropuerto una pelirroja de rostro pecoso. Con una mano empujaba su maleta y con la otra mecía un perro faldero.

La pelirroja vino directo al módulo y me preguntó por la salida a Oaxaca. Al mismo tiempo Tony se acercó y me dijo, viéndola a ella: "Perdone: Ƒhay vuelo directo a Puerto Escondido?" El perrito gruñó y Tony -entonces yo ignoraba su nombre- lo imitó de una manera tan graciosa que su dueña se echó a reír sin prestar atención a mis indicaciones: "Es vuelo nacional. Sala E".

La mujer estaba a punto de partir cuando, por primera vez, vi a Tony echar mano de uno de sus mejores recursos: tronó los dedos y levantó los brazos, como si quisiera que el caniche alcanzara una presa. El animal, cada vez más excitado, se debatió entre los brazos de su dueña, que ya se alejaba empujando la maleta.

Tony se quedó mirándola unos segundos y la siguió. Lo vi detenerla a mitad del pasillo atestado de viajeros presurosos. ƑQué iba a importarles lo que estuvieran diciéndose una pelirroja y un joven? šNada! En cambio yo hubiera dado cualquier cosa por oír lo que Tony decía mientras la pelirroja agitaba la cabellera, rechazándolo. Fue mi heroína hasta que le cedió a Tony la posesión de su maleta y los dos siguieron rumbo a la Sala E.

Aquella fue la primera noche en que vi a Tony alejarse por el corredor y también la primera ocasión en que me pregunté si volvería a verlo, šsólo eso!

Tony reapareció el jueves. Vestía como la tarde en que lo conocí. Un paliacate rojo atado al cuello acentuaba el tono bronceado de su piel y la blancura de su sonrisa deslumbrante. Pensé que el gesto iba dirigido a mí. Esa noche, cuando lo vi conversar y después alejarse con un muchacho en bermudas, entendí que esa mueca era una señal, un faro encendido para atraer a náufragos y solitarios, hombres o mujeres.

III

Ayer, luego de que Tony desapareció con el de camisa roja, mientras esperaba la hora de salida pensé en la familia de Tony, si es que la tiene, y en su casa. Algo me hace suponer que sólo es un cuarto con yins colgados en la pared, una cama y un espejo donde quizás estén expuestos sus trofeos. Recuerdos y esperanzas: fotos con dedicatorias confusas y nombres disfrazados, menúes de restaurantes, la llave de un hotel, billetes extranjeros de baja dominación, papelitos con teléfonos.

Pensé en cuánto aborrecerá Tony ese cuarto a su regreso de las vacaciones pagadas con una conversación ligera, un chiste oportuno, el silencio impuesto, la docilidad de su cuerpo. Sigue siendo muy hermoso, pero ya tiene marcas: dos tatuajes en el brazo derecho, otro en el cuello. No dudo que en su espalda haya rastro de violencia: una escritura abominable.

El sol de día y el sol de medianoche han comenzado a manchar la cara de Tony. En sus ojos bellísimos hay cierto extravío y por su sonrisa asoma el miedo. ƑA qué? Al tiempo, a la soledad, a desgastarse y no conseguir lo que desea: Ƒser descubierto por un productor de cine?, Ƒun viaje a Miami?, Ƒuna relación estable que lo aleje del cuartito donde vive? No lo sabré nunca y no me importa. Me conformo con seguir mirando a Tony, šsólo eso!

El jamás me ve. Sus ojos, siempre inquietos, buscan, más allá de mi módulo, un gesto, un movimiento, un guiño, una sonrisa. La del viejo de camisa chillante era más que repulsiva, amenazadora. Olvidaré mis temores cuando Tony reaparezca junto a la puerta de cristal. Quizá traiga un collar o un tatuaje nuevos. ƑRecuerditos?

Un día, antes de que sea demasiado tarde y todo termine mal, me atreveré a llamar a Tony. Si no viene, atravesaré el pasillo y llegaré hasta donde él está montando guardia. ƑY después? šQuién sabe!

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