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México D.F. Lunes 2 de junio de 2003

Hermann Bellinghausen

Contacto bajo la lluvia

En aquel entonces la vida era tan nueva que no había empezado mi educación sentimental, ni la educación a secas. Con la suerte inmensa de no ser precoz, aún no aprendía a leer, pero ya intuía de vez en cuando eso que cualquier lector de novelas sabe bien: que las vidas pueden ser interesantes.

Quizá vi demasiada gente demasiado pronto. La casa parecía una terminal en la que los viajeros perdieron el horario de los trenes semanas atrás y no se han hecho a la idea. En medio del desorden y la barahúnda, la conciencia me abrió intersticios de absorción sobre los cuales nunca he logrado dominio. ƑMas qué derecho tiene uno de contemplar en los otros lo que ellos no quieren mostrar? Supongo que ninguno. Se corre el riesgo de avergonzarlos, y volverse uno mismo feroz. Con el tiempo, uno se adiestra en compensar el defecto, y hasta por salud mental cuida no ir sembrando los ojos en cualquier parte. Pero al principio todo se filtra.

Eustorgio había regresado de su triste autoexilio durante la sequía terrible de ese año. El jardín recobraba la buena cara. Arrancó las plantas muertas y las moribundas, trajo semillas y pies de siembra, podó a fondo los duraznos, el hule y el ciruelo. El humor de Arcángela había mejorado notablemente, y en cascada el de todos en la casa. Otra vez canturreaba desde el planchador su polka michoacana: "Mira paƀcá mira pa'llá ya tengo novio/Mira paƀcá mira pa'llá se llama Eustorgio".

Una tarde, extrañamente no había visitas ni gorrones. La familia se encontraba ausente, o quizás retraída en la siesta. Sólo la servidumbre avanzaba sobre los deberes del día como un ejército invencible atraviesa el campo de batalla.

La casa nunca estuvo tirada, no importa qué marabunta pueril o qué intrigosa pandilla de comadres cruzaran el zaguán a desacomodarnos el mundo. Trapeada, barrida y sacudida, la casa no era bonita; no se suponía que lo fuera. Su arquitectura rudimentaria, de ingeniero; los adornos, la colección de platos conmemorativos, los pesados muebles de madera oscura, los cuadros y adornos, estaban allí por su significado o utilidad, no por su apariencia. No regía ningún principio estético.

Sólo el jardín se formaba bajo otras reglas, pues pertenecía a la intemperie, a la madre naturaleza y sus caprichos meteorológicos, y en especial a las manos de Eustorgio. Grandes. Como él, que era un tipo alto. Artista jardinero que supo heredar los altos rosales del breve huerto que crió mi abuelo el homónimo. En pocos metros ingeniosamente distribuídos uno ingresaba a un lugar grande y diverso, donde se congregaban el humus, la hortaliza y las flores de ornato. Caminitos, recodos, un bosquecito de verdad.

El siglo veinte arrasaría el huerto y lo convertiría en cráter, rueda de canicas, pedazo de cancha de futbol. Pero aquella tarde el futuro aún no llegaba, y si bien el abuelo había muerto, el jardín de rosas y la abigarrada hortaliza seguían rampantes.

Esa tarde bajo la lluvia, Eustorgio labraba la tierra con constancia casi amorosa. No se le ocurría resguardarse. Ahora entiendo lo raro que resulta que alguien salga a trapear las lozas, de suyo limpias, bajo un fuerte aguacero, pero ver entonces salir a Arcángela escoba y cubeta en mano me pareció lo más normal del mundo. Llovía de modo tal que el agua parecía dispuesta a caer toda al mismo tiempo, se atropellaba desde las nubes y aplastaba en desorden el suelo, los muros y las azoteas.

Viejos y dialécticos como eran, el gato y la perra optaron por hundirse en sus trapos y desaparecer. Sólo existíanEustorgio-alfarero manoseando la tierra del huerto y Arcángela espumeando con detergente las lozas verde claro de la terraza. Aturdidos los dos, empapados, y contra toda lógica firmes en su puesto de faena.

Diluída en lodo, la tierra negra se desmoronaba entre los dedos de Eustorgio. A escasos siete metros bajo el mismo diluvio universal, Arcángela desasosegaba las lozas a escobazo limpio y dirigía al jardinero miradas infinitesimales, aterrada de que el otro se diera cuenta. Y el otro, o no se daba, o bien fingía. Si en ningún momento sus miradas se encontraron, sus movimientos delataban en ambos la presencia del otro.

Una espesa descarga eléctrica inflamó el aire y me arrebató de la ventana pasillo adentro. Casi me tira. Olió más fuerte a tierra mojada. Venciendo la grisura de lo nublado, la lluvia despidió un resplandor, los colores de las plantas se reanimaron al contacto con los girones de sol que infiltaban los huecos del nubarrón universal.

Arcángela quitaba y quitaba el agua, en un gesto absurdo. Eustorgio escarbaba una tierra renuente. Bajo el signo de la inquietud. Esa tarde eléctrica de lluvia tibia, la virginal y solterona Arcángela y su amor inalcanzable estuvieron más unidos que nunca. Alejados como parecían, compartieron una suerte de consumación. De contacto.

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