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México D.F. Lunes 2 de junio de 2003
BUSH: EL PESO DE LA MENTIRA
George
W. Bush y Tony Blair ordenaron la invasión, el arrasamiento y la
ocupación de Irak con pretextos de que Saddam Hussein mantenía
complicidades con la red Al Qaeda y que Bagdad poseía armas de destrucción
masiva. Ambos argumentos eran, a ojos de la opinión pública
internacional y de la mayor parte de los gobiernos occidentales, evidentes
fabricaciones de los gobiernos de Washington y Londres, pero las clases
políticas de esas capitales y buena parte de las sociedades respectivas
optaron por creer las palabras de sus dirigentes. El genocidio y la destrucción
perpetrados en el infortunado país árabe dispusieron como
cobertura política de una imaginaria "lucha contra el terrorismo"
y de un supuesto afán de neutralizar las armas químicas y
biológicas iraquíes.
Pero a casi dos meses de terminada la empresa de devastación,
colonización y rapiña, los vínculos Saddam-Al Qaeda
resultaron falsos y las tropas ocupantes no han hallado hasta ahora el
menor indicio de que el depuesto régimen hubiese poseído
tal clase de armas. Por el contrario, el propio subsecretario estadunidense
de Defensa, Paul Wolfowitz, admitió en una entrevista que los armamentos
químicos fueron un "pretexto burocrático" para emprender
esa guerra criminal; expertos y científicos como David Albright,
citado en la edición de ayer de La Jornada, señalan que los
datos de espionaje sobre armas de destrucción masiva en Irak "han
resultado defectuosos"; funcionarios retirados de los servicios de inteligencia
estadunidenses se quejan por el "fiasco de proporciones monumentales",
y militares que prefieren mantenerse en el anonimato acusan al secretario
de Defensa, Donald Rumsfeld, de haber distorsionado "en forma patológica"
la realidad del Irak de Saddam Hussein; para colmo, la transcripción
de una conversación privada -y grabada de manera subrepticia, según
informó el diario británico The Guardian- entre el secretario
de Estado norteamericano, Colin Powell, y el canciller británico,
Jack Straw, pone de manifiesto que ambos funcionarios dudaban de la veracidad
de las acusaciones contra el régimen depuesto de Bagdad, a pesar
de lo cual ambos funcionarios defendieron tales acusaciones en la tribuna
de Naciones Unidas.
Rumsfeld llevó su propio cinismo a profundidades
inusuales cuando admitió la posibilidad de que el régimen
de Saddam haya destruido las armas químicas y biológicas
antes de la guerra y que, en consecuencia, no sean encontradas nunca por
los invasores. Si esa hipótesis fuera cierta, la guerra contra Irak
habría sido innecesaria según el argumento oficial de que
su propósito central consistía en "desarmar a Saddam".
En cambio, de lo que hay abundantes y sólidos indicios
es de las mentiras de Bush y de Blair, al grado del que el Capitolio ordenó
la semana pasada una revaluación de los informes respectivos de
la CIA.
Ayer, en San Petersburgo, el primer ministro inglés
dio pruebas de claro nerviosismo al admitir que su posición política
se vería claramente debilitada si las tropas que ocupan Irak no
hallan las ansiadas pruebas sobre las armas de destrucción masiva
y dijo que "en las próximas semanas y meses juntaremos la evidencia
y la daremos a la gente".
La opinión pública de Estados Unidos suele
ser indulgente con las masacres que sus gobernantes perpetran en países
remotos, pero no perdona fácilmente que se le mienta. La mentira,
no el espionaje electoral, fue el pecado central de Richard Nixon en los
años setenta, y la mentira, no los escarceos extramatrimoniales,
constituyó la acusación más grave contra Bill Clinton
en la década pasada. Cabe esperar que algo bueno salga del puritanismo
estadunidense y que la mentira se convierta, en el futuro próximo,
en la tumba política de George W. Bush.
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