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México D.F. Sábado 7 de junio de 2003
Pedro Rivas Monroy
ƑIglesia democrática?
Todos los que conocen la tradición de la Iglesia católica sabrán que, si hay una organización que puede servir como prueba para demostrar la existencia de los absolutismos más autoritarios en los pasados 2 mil años en el mundo judeocristiano en el que estamos inmersos, o donde existe una religión institucionalizada, es el papado, como expresión primigenia del catolicismo.
Al respecto, el tema de las relaciones Estado-Iglesia es consustancial a la formación del Estado mexicano. Es a mediados del siglo XIX, con Fernando Lerdo de Tejada y finalmente con Benito Juárez, que el ogro bicéfalo Iglesia-gobierno en que se había convertido el incipiente Estado mexicano se fractura, separando formalmente la organización política de la organización religiosa y dando entrada con ello a la modernización de nuestro país.
Con la muerte de Juárez, Porfirio Díaz consolidó la modernización del Estado estableciendo una dictadura y llevando con la Iglesia una relación de sana omisión: ni la Iglesia se entrometía en cuestiones del Estado, ni éste lo hacía en cuestiones de culto. Andando el tiempo y consolidada la separación de la Iglesia y el Estado, ésta desembocó en una guerra civil que tuvo su origen precisamente en la zona del país en que hoy revive la ambición política de esa Iglesia conservadora e intolerante, la cual no se resolvió con las armas, sino mediante la conservación de los privilegios de la nomenclatura eclesiástica, utilizando como carne de cañón al pueblo creyente del Bajío.
Más tarde, lo oficioso se hace oficial en el salinato: en plena crisis de credibilidad de Carlos Salinas, una vez controlado el Congreso, después de hacerse del poder de una manera que hoy todavía levanta suspicacias, decide legitimarse con la Iglesia como instrumento al reformar el artículo 130 constitucional y emite una ley reglamentaria para darle personalidad jurídica a ésta por un lado, y conservarle un trato fiscal privilegiado por otro, acotando las conductas del clero de manera muy genérica en materia política.
El alto clero católico mexicano siempre ha tenido claro cuál es el tenor de su relación con el Estado: en los hechos lo ha demostrado, es capaz de llegar hasta el sacrificio de vidas inocentes. Con Salinas sabía que era utilizada, pero también sabía que el jacobinismo y la masonería eran cosas del pasado, en un México que por las ansias de incorporarse a la ficción del Primer Mundo olvidó o ignoró sus principios republicanos.
Hoy la Iglesia se sabe fuerte; un importante número de personas que toman decisiones en este país han sido sus pupilos; Carlos Abascal representa un ejemplo típico. El hecho de que un subsecretario de Gobernación considere que la intervención de la Iglesia en asuntos políticos es reflejo de la vida democrática que se vive en México, simplemente es una muestra de esquizofrenia voluntaria. Ahora, lo que propone el clérigo César Corres en la delegación Tlalpan, tiene un poco más de imaginación, pero es igual de perverso: llevar a los políticos a su parroquia para que allí debatan y él sancione; no es más que transpolar la legitimación del monarca por el Papa al altiplano, con sus asegunes.
Los prelados dicen que se quiere violar su libertad de expresión. No es así. De lo que se trata es de preservar el principio republicano de la separación Estado-Iglesia. Cabe aclarar que ninguna garantía constitucional se puede ejercer ad infinitum, todas tienen sus límites, y menos se pueden ejercer con la finalidad de limitar las de los demás. Respecto de las conductas de los clérigos, dificilmente se les podrá reprimir, primero porque no hay voluntad política de enfrentar el problema con seriedad; segundo porque sus conductas son dolosas y seguramente están asesorados por buenos abogados, que han de ser sus confesados, y tercero, porque las deficiencias técnicas en el diseño de los tipos penales y administrativos referentes a la actuación de los prelados, permiten diversas interpretaciones.
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