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México D.F. Jueves 12 de junio de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
La democracia de los (grandes) nombres
A estas alturas nadie espera cambios significativos en la integración de la Cámara de Diputados. Según las encuestas más confiables, empujado por el efecto López Obrador, el PRD sube en las preferencias ciudadanas, aunque no tanto como para modificar el cuadro actual de empate virtual -o de empantanamiento- entre el PRI y el PAN.
A pesar de las eternas discusiones sobre la participación del gobierno en la promoción del voto, de los enredos de la corrupción bipartidista o de las rectificaciones a la última equivocación presidencial, no hay nada que se parezca a un debate nacional, no obstante los desacuerdos que impiden pensar con claridad sobre el futuro inmediato de la república. Poco importan las plataformas de los intelectuales orgánicos partidistas, pues la única preocupación, el interés de los grupos políticos está en las personalidades, en los nombres de los futuros diputados, pues del entendimiento entre ellos, al margen de sus formaciones partidarias, dependerá, según la lógica trasparente del señor Barrio, que el gobierno obtenga lo que pide sin ganar la mayoría absoluta. En otro sentido es lo que quiere también el empresariado regiomontano, acostumbrado desde siempre a influir en la Presidencia, usando los atajos del poder, no las avenidas de la representación democrática.
La tradición del secreto heredada del viejo régimen revive bajo las insospechadas máscaras del diálogo y la búsqueda de consensos. Poco importa el ruido mediático, el escándalo cotidiano, la futilidad como vocación de los candidatos, pues en el fondo hay un suerte de remisión de la vida pública en favor de los cenáculos de la elite política, un abandono de la idea de parlamento en aras del entendimiento privado entre los prohombres del sistema que siguen sin creer en la importancia de tener partidos fuertes, porque prefieren la cita de notables y cuando es necesario la mercadotecnia, que apenas si requiere de organización... y de afiliados, aunque le cueste al erario nacional. Este uso instrumental de los medios y los valores de la democracia desnaturaliza la competencia y acaba por reconstituir al autoritarismo por reducir a su mínima expresión la "voluntad popular", confinada a ser el sujeto pasivo de los nuevos caciques. Los jerarcas del PRI, por ejemplo, no dudan en erosionar mediante una guerra de afirmaciones calumniosas la credibilidad del IFE, aun si con ello se llevan entre las patas la confianza ganada a través de los años. Es el pasado que vuelve por sus fueros en nombre de la libertad.
Los partidos hacen muy poco para combatir el desencanto de los ciudadanos. En vez de reflexionar seriamente acerca de las debilidades reales de nuestra cultura cívica y proponerse un cambio de fondo, los grandes partidos refuerzan las campañas negativas en busca del rating (que tampoco obtienen). Tal pareciera que los únicos asuntos que interesan son aquellos que pueden trasladarse a los tribunales donde, por definición, el debate político queda en suspenso. No extraña, pues, que las campañas electorales, estridentes unas, mediocres todas, arranquen bostezos entre la concurrencia. Apenas si la ilegal advertencia de los obispos contra México Posible consiguió quebrantar la modorra de la concurrencia, aunque desaparecieron del debate los temas que originaron el litigio: asuntos como el aborto, los derechos de los homosexuales y la despenalización de la mariguana como vía para reducir el negocio de las drogas, en fin, todo un programa que apunta en el sentido de ganar espacios de libertad contra la discriminación. De todo esto queda una lección clara: la iglesia católica es un protagonista político que no reparará en las formas para alcanzar sus fines. Siempre ha sido así: cuando la derecha laica flaquea, la iglesia se transforma en el gran defensor de sus intereses históricos.
Es lamentable que en estos meses de campaña nos quedáramos sin saber cuál es la postura de los distintos candidatos ante la situación que vive el mundo y, particularmente, lo referente a las relaciones de México con Estados Unidos. Tal parece que entre nuestros políticos se ha impuesto la idea de que todo seguirá igual que siempre, sin atender a las ominosas señales que cada día nos llegan del norte, pidiendo orden, seguridad y sumisión imperial.
Los políticos, sobre todo los que se reclaman progresistas o de izquierda, han olvidado que las grandes reformas sólo se consiguen en México con vasto apoyo popular. Y eso no se logra haciendo lobby en San Lázaro. Es hora de pasar de los debates escolásticos sobre la democracia mexicana a la discusión de los grandes temas de la desigualdad y la pobreza, del crecimiento y la distribución del ingreso, de la inversión y el empleo. Ya es hora de hacerle sentir a la ciudadanía que sus votos cuentan.
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