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México D.F. Sábado 21 de junio de 2003

Ilán Semo

Los primeros comicios

Entre la abulia y el tedio de campañas políticas sostenidas por la anestesia que es capaz de proporcionar la acumulación de imágenes mudas (el estilo propagandístico de 2003 se asemeja, con las decepciones correspondientes, a un concurso de Míster Delegado y Miss Diputada), las primeras elecciones nacionales que siguen a la fecha esencial de 2000 se aproximan sin novedad en el frente de las encuestas.

Las diversas lecturas de la meteorología electoral, que deja de ser una manzana de la discordia, coinciden: los recaudos electorales del PAN y del PRI disminuyen (con respecto a la elección previa), el del PRD aumenta. Esa criatura de la mercadotecnia llamada Partido Verde conserva sus antiguas cuotas y las (no tan) nuevas minorías tendrán dificultades para obtener sus registros. Quien gana es el abstencionismo. Las diferencias entre las tres fuerzas políticas centrales serán menores y la división en el Congreso cobrará más colorido. Lo que sigue es más de lo mismo, aunque bajo el polarizado panorama de la futura disputa por la Presidencia en 2006. Sin embargo, llevado a la política el tedio no es un estado necesariamente exento de virtudes.

En los primeros tres años del nuevo régimen asombra de manera notoria la capacidad de manipular de la sociedad política para prever, evadir, negociar y suprimir (Ƒo postergar?) cataclismos so-ciales y económicos. Las comparaciones, ávidas de publicidad histórica, que se aventuran a principios del sexenio para homologar a Vicente Fox con Madero resultan afortunadamente descabelladas. A estas alturas Madero estaba muerto.

Desde los años 70 no se recuerda ningún sexenio en el que el cambio de poderes no trajera consigo devaluaciones (1975, 1982, 1987, etcétera), crisis de proporciones argentinas (1982 y 1995), confrontaciones sociales y, sobre todo, represión. Al menos en las antiguas proporciones, nada de eso ha ocurrido. Cierto, Atenco, el nerviosismo de Chia-pas, la represión a Canal 40 recuerdan que, bajo la superficie del tedio, los ma-chetes son desenfundables. Lo que acaso impide que esos conflictos, graves y sintomáticos de por sí, se conviertan en conflagraciones sociales es la práctica de una sociedad política que, al parecer, gravita en torno al más antiguo de los paradigmas de la política mexicana: Ƒestabilidad o eficacia?

A primera vista la estabilidad y la eficacia económica, política y social de un régimen deberían, en algún momento, ir de la mano. No en la historia mexicana, en la que aparecen frecuentemente reñidas entre sí. Las reformas cardenistas de la década de los 30 quedaron anegadas frente a esa disyuntiva. Hacia el final de su sexenio, Cárdenas optó por la estabilidad a costa de restar eficacia a sus propias reformas sociales. Aunque de manera distinta, el partido de Estado se basó en una opción equivalente. Nunca alcanzó los extremos del franquismo o del pinochetismo, es decir, aseguró una estabilidad semiautoritaria, pero tampoco logró culminar el proceso de modernización económica.

Tal vez sea demasiado pronto para juzgar a la nueva democracia. Apenas está gateando. Su próximo dilema es cómo no gatear a perpetuidad.

La que cumple con los ritmos de su propia modernización a partir de 2000 es, sin duda, la sociedad política:

La mujer aparece como la más nueva y decisiva protagonista de la vida pública. Desde la realidad centroconservadora de la pareja presidencial hasta las militantes de México Posible, que reafirman las ventajas de un régimen efectivamente secular o, por dar un ejemplo entre muchos en la microfísica electoral, una Lenia Batres, quien impulsada también por el efecto lópezobrador es capaz de invertir los equilibrios en la cuna histórica del panismo en el Distrito Federal. La mujer se revela como el gran espacio del cambio.

La única esfera que admite y acoge las leyes de la competencia y el mercado es la política. Mientras tanto, todas las demás esferas de la sociedad (banca, industria, comercio, educación...) persisten en vivir a la antigua, cosechando inercias y capitalizando las estructuras de una sociedad patrimonial y corporativa.

El mundo intelectual ha quedado al margen de las preguntas que plantean las transformaciones del orden público. Cuando se revisa el alud de publicaciones que intentan cifrar las narrativas y los códigos del nuevo proceso, la sensación es la de una sociedad que se ha vuelto incapaz de pensarse. Tal vez la fórmula se halle en un antiguo y casi siempre inaceptable lema (o mejor dicho, dilema): "Para entender el cambio, hay que cambiar uno mismo".

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