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México D.F. Domingo 6 de julio de 2003
DEMOCRACIA Y DINERO
Ya
se acabó la campaña electoral y se acerca el momento en el
que las urnas arrojarán su veredicto. Es, por consiguiente, el momento
para reflexionar, antes de los balances posteriores a los resultados, sobre
los grandes problemas de fondo planteados por la competencia, por el voto
y por la selección social, política e incluso moral de los
candidatos al voto ciudadano.
Un rasgo muy visible en la disputa electoral fue el pragmatismo
y la búsqueda de sumar boletas como parte de un mercado electoral,
así como hay un mercado de productos de cosmética o de comida
chatarra. Sin respeto por la inteligencia y el discernimiento de los votantes,
los competidores se limitaron a recurrir a las técnicas de la publicidad
y el mercadeo, y presentaron sus candidatos como vulgares objetos que,
en el escaparate de ese gigantesco supermercado que es la vía pública,
debían atraer la atención del transeúnte poco interesado
por su ropa, su sonrisa, su peinado o su vestido y, a veces, a un slogan
más o menos pegadizo y afortunado.
Otra característica fue el intento de evitar que
los ciudadanos pensasen, utilizasen su capacidad crítica. Por eso,
junto a la concepción de la política como mero mercado de
productos (hablando inclusive abiertamente de oferta o de demanda electorales),
los partidos evitaron la exposición de propuestas, los análisis,
la explicación de qué y cómo hacer lo que creen necesario,
la publicación de materiales escritos que permitiesen la discusión
colectiva y la organización de las decisiones por los distintos
grupos de votantes potenciales. Pero quizá lo más evidente
fue la sensación que dejó la propaganda electoral de separación
entre los modos de pensar y de actuar, y las necesidades de la gente común
y la lógica y la técnica frías de aparatos cuyas decisiones
estaban marcadas por intereses diferentes de los colectivos.
Esa sensación de ser mero espectador de una representación
sin sentido y que se veía como algo meramente externo irritó
a muchos ciudadanos --que protestaban por no poder conocer ni el currículum
ni las ideas de los candidatos que le pedían el voto-- y alejó
también de la contienda a muchos que no se han formado aún
como ciudadanos, porque carecen de la información necesaria sobre
las grandes cuestiones económicas y sociales y tampoco han realizado
jamás una experiencia política democrática. Hay que
añadir al respecto que la predilección de los partidos (y
del propio Presidente de la República) por los espots desempeñó
un papel importante en esta rebaja del nivel cultural y esta despolitización
masiva de los electores.
Por último (aunque no en orden de importancia)
fue evidente el papel del dinero: quien no lo tiene, sea porque es un candidato
independiente, campesino, indígena u obrero o una pequeña
organización, tiene vedada una competencia que no es de ideas sino
de medios. Aún peor, como lo demuestra el caso de Campeche, muchos
candidatos que son empresarios tienen graves problemas con la justicia,
nacional o extranjera, a la que deben que rendir cuentas por lavado de
dinero, fraude multimillonario (en dólares) a Pemex o estafas a
esta paraestatal. Eso, sin embargo, ni les quita el sueño ni les
impide disputar alcaldías, gobernaturas u otros cargos importantes
de elección popular (que, por supuesto, podrían darles acceso
a decisiones sobre el dinero público). ¿Cómo extrañarse
entonces si esas maquinarias que parecen diferenciarse sólo por
el aspecto del producto que ofrecen no consiguen establecer un puente con
la ciudadanía, no la motivan ni la educan, no dan ningún
objetivo serio que le permita verse como protagonista de un cambio que
no hubo ni se quiere y que sólo es posible reforzando el pensamiento
crítico, la organización y la participación de las
personas a las que los contendientes han visto sólo como consumidores
pasivos de la papilla cultural que les han ofrecido?
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