México D.F. Lunes 14 de julio de 2003
León Bendesky
El buque hace agua
Las elecciones del 6 de julio han puesto en claro el alcance que tiene hoy la democracia en México. Su alcance es formal y abarca esencialmente la organización eficaz de elecciones, con el IFE y los institutos estatales que cumplen con su función de una manera que legitima el proceso. Eso no es un asunto menor, por supuesto, pues en México llegamos bastante tarde al punto en que las elecciones son confiables y no provocan arrebatos.
Pero no es suficiente. Hubo un enorme abstencionismo que indica la poca relevancia que tienen los planteamientos de los partidos y de los políticos para el común de la gente. Así llega ahora a la Cámara de Diputados un conjunto de legisladores que por definición son representantes populares, pero que en la práctica tienen muy poca representatividad. De igual modo llegan a la gubernatura de seis estados, personajes con muy poco apoyo de la población a la que van a gobernar.
ƑCuál es entonces la sustancia de esta democracia? Sobre todo en una situación en que al desencanto del público para ejercer el voto se suma el efecto adverso del lento crecimiento económico de los últimos tres años y una expectativa de mejoramiento real bastante pequeña. Esa falta de sustancia expresa una paradoja que tiene que ver con los indicios de que la democracia ha sido secuestrada por la misma reglamentación que le ha dado su legitimidad formal y que supuestamente ha acrecentado la competencia en el mercado político.
Ese secuestro se asocia con la manera en que se maneja el dinero en la política de partidos y en los mismos órganos electorales. La ley permite que la creación y el funcionamiento de los partidos políticos puedan convertirse en un negocio con fondos del erario y que nada tenga que ver con la función pública que los define, sobre todo cuando pierden el registro. Esa legislación es abusiva y una ofensa en esta sociedad. Además, la enorme estructura del sistema electoral es muy costosa y genera privilegios económicos y políticos para quienes participan que no son justificables, precisamente cuando de lo que se trata es de construir un entorno democrático en un sistema republicano y basado en la representación ciudadana.
Si la sustancia de la democracia mexicana es cuestionable, su contenido es aún más incierto. Estamos en un gobierno que se define promotor del cambio, que en ocasiones se propone como decisivo. Pero las recientes elecciones mostraron que ese gobierno del cambio ha preparado la vuelta del partido al que desalojó del poder, luego de que lo había conservado durante siete décadas. Ese es un hecho que se reconoce como una marca en la historia política del país, pero otra vez de manera formal. Y no es sólo la vuelta del PRI como ganador de los comicios, sino la persistencia de algunos de los personajes más emblemáticos de la fase final del viejo régimen. La democracia electoral, tal como funciona en el país con sus grandes vicios, fue el medio que exhibió una de las limitaciones del cambio que enarbola el actual gobierno, con o sin el PAN, partido que lo cobija.
Pero no se queda ahí la debilidad del contenido de la democracia en un entorno de cambio como el que se habría abierto con el nuevo gobierno en diciembre de 2000. Entre sus rasgos esenciales está la creciente fragilidad de las finanzas estatales que este gobierno no ha empezado a corregir, sino que, por el contrario, tiende a agravar al poner en riesgo la estabilidad macroeconómica que tanto pregona y con ello la posibilidad de recuperar el crecimiento de la producción y el empleo. Y eso es también un elemento de la vida democrática que hay que hacer más explícito, pues involucra la definición de las fuentes de ingreso y de la asignación del gasto del gobierno. Esta no es sólo una cuestión técnica, como podría suponerse, sino un proceso que muestra las prioridades, los compromisos que se mantienen y la capacidad real para hacer que las políticas públicas y los actos de gobierno tengan congruencia con los postulados del discurso democrático y de cambio que se formulan. En este terreno las discrepancias son grandes y cada vez más notorias.
Un Estado pobre no favorece la democracia y menos cuando tiene fuerte compromisos que cumplir y que pueden llevar a una nueva crisis financiera. Las evidencias al respecto son cada vez más visibles y abarcan diversas cuestiones. Ahí está el conflicto en torno al Fobaproa que sigue rondando como un fantasma después de casi una década; está la presión de los sistemas de pensiones públicas, las deudas de los estados y municipios y la virtual quiebra de los bancos de desarrollo. Las fricciones fiscales han llegado al absurdo de usar recursos de los trabajadores depositados en el SAR, que son del orden de 2 mil millones de pesos, para saldar deudas del gobierno, lo cual pone en entredicho la seguridad de ese sistema de ahorro forzoso.
Los mexicanos hemos optado por la democracia, pero no cualquiera, sino una que vaya reforzando su sustancia y su contenido de modo que sea efectiva para abrir los espacios de participación social y cumpla con las expectativas de un mayor crecimiento económico y el mejoramiento real de las condiciones de vida. El 6 de julio dejó grandes insatisfacciones y los siguientes tres años serán decisivos para aquilatar el cambio y la transición que puede haber en el país
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