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México D.F. Lunes 14 de julio de 2003
José Cueli
Instantes sin lenguaje
Los toros son dos pitones nada más, en Pamplona, šy cómo muerden! Toros de junco negro que corren en las calles empedradas, mientras en la plaza, deprimidos -entre cánticos y bailes, vino rojo fuerte, chorizo y ajo arriero, que se empujan los mozos-, los "cabales" dicen adiós a lo que fue el toreo y dan paso a esta correteada de los toros entre los nuevos toreadores, enfrentados a la muerte, con llenos que ningún torero consiguió en la historia.
Los toros en Pamplona color de fiebre, color de madrugada chupinera, tienen sed de sangre y en sus ojos negros llevan la muerte. Dos pitones, solos, dos solos tienen para clavar la ingle de los toreadores. Sangre vieja, la sangre se duerme sobre la curva de las calles de la Estafeta y Mercaderes y un chaval espera la muerte, pisoteado por el resto de los toros, segundos en medio de un hoyo del pensamiento. Instantes sin lenguaje.
ƑQuién dice que no es la sangre de lo que fue el toreo, lo que canta por las lozas de las calles pamplonicas? Entre recortes, gallegos y quejidos, el canto torero se desangra. La tradición de la fiesta brava, como tal, se esconde en los bares y balcones y con ello el nervio de una vida brava. Esa, la de los toreros de la muerte, que entregaron la estafeta a los modernos pegapases, lidiadores a torillos faltos de casta y bravura, impotentes frente a los encastados. En Pamplona las figuras no pueden dar el do de pecho ante una afición que viene con la sangre caliente, de las carreras de los toros de los corrales de Santo Domingo a la Plaza del Ayuntamiento y a la plaza de toros. No Enrique Ponce ni El Juli, no... naiden, sólo se salvó de la quema don Pablo Hermoso de Mendoza, rejoneando ante sus paisanos.
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