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México D.F. Jueves 24 de julio de 2003
Angel Guerra Cabrera
El Moncada
Hay fechas que marcan hitos en la lucha de los pueblos por su libertad. Delimitan un antes y un después cualitativamente distintos y calan en su memoria colectiva. Así ocurre en México con el 16 de septiembre de 1810 y el 18 de marzo de 1938: una, inicio de la primera gran gesta anticolonialista de profundo carácter popular en América hispana; otra, el punto más alto, con la nacionalización del petróleo, de la revolución de 1910.
En Cuba, donde los empeños de liberación nacional y social han debido afrontar dificultades acaso sin paralelo en América Latina, se recuerdan con veneración el 10 de octubre de 1868 y el 24 de febrero de 1895, dos momentos estelares en una brega inconclusa por la independencia, la soberanía y la justicia social. Porque a partir de 1895 debieron ocurrir aún dos ocupaciones militares yanquis y un memorable pero frustrado intento de revolución antimperialista en la década de los 30 del siglo XX para que 64 años más tarde se coronara aquella lucha en enero de 1959.
Ello quedó simbolizado por la marcha triunfal a lo largo de la isla del ejército rebelde comandado por Fidel Castro, aclamada por la inmensa mayoría de los cubanos, que no fue el resultado de la acción de una minoría de elegidos como afirmaron después versiones reduccionistas. Muy lejos de eso, hundía sus raíces en la historia y el alma de Cuba y era la culminación de una gigantesca rebelión popular desencadenada el 26 de julio de 1953 con el ataque al cuartel Moncada. Aquel 26 de julio, hace medio siglo, conmocionó a los cubanos y los llevó a rencontrarse con las mejores tradiciones éticas y revolucionarias de su historia justo en el momento en que "parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario". La afirmación de Fidel Castro en el juicio seguido contra él y sus compañeros supervivientes del combate -la mayoría masacrados después de ser hechos prisioneros- expresaba exactamente el estado de la nación.
Cuba, una república castrada por el tutelaje estadunidense, la explotación y marginación de las masas, la más escandalosa corrupción de los gobernantes y políticos y la represión sin piedad de las protestas populares, había sido llevada a un punto límite de degradación de las instituciones públicas por el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. Parecía, en efecto, que los sueños de su apóstol, José Martí, habían sido en vano y que no existían ya reservas de moral, de inteligencia y de coraje para rescatarlos. El Moncada vino a descubrir que esas reservas estaban intactas en hijos e hijas del pueblo cubano, casi todos jóvenes y de origen muy humilde.
Si el audaz asalto a la segunda fortaleza militar del país despertó admiración por el heroísmo de sus protagonistas, pronto tuvo un efecto multiplicador en amplios sectores sociales. El alegato de Fidel Castro ante sus jueces -conocido como La historia me absolverá-, además de constituir el programa político más radical que podía enarbolarse en la isla en aquel momento, sentó las pautas de la más telúrica transformación social ocurrida hasta hoy en América Latina, que rompió las cadenas de la dominación imperialista y condujo a Cuba por el rumbo socialista. Su lenguaje novedoso simbolizaba la irrupción definitiva de una nueva forma de pensar y hacer política en nuestro continente, estrechamente ligada a las aspiraciones de las masas y a una conducta ética. Se inspiraba en la tradición patriótica y revolucionaria nacional marcada a fuego por el pensamiento y la acción de Martí y abrazaba creativamente las ideas de Marx, Engels y Lenin.
No se equivocó el Che Guevara cuando en la selva boliviana sintetizó así el Moncada: "... rebelión contra las oligarquías y contra los dogmas revolucionarios...". El uso de las armas a partir del Moncada sólo pudo conducir a la victoria porque se basó en una apreciación y una estrategia lúcidas sobre la situación política y social cubana y la coyuntura internacional, una fe inconmovible en las potencialidades revolucionarias del pueblo y una combinación osada y simultánea de todas las formas de lucha, incluyendo el mayor aprovechamiento de los espacios legales, por mínimos que fueran. Si Fidel Castro y sus compañeros ganaron un apoyo popular casi unánime para la lucha armada fue porque supieron demostrar a los cubanos que no les quedaba otro camino. Y que ese camino era el único que podía sacar al país de la postración. El ataque al Moncada fue un revés momentáneo pese a su realista y meticulosa planificación en lo político y militar. Pero rompió con la modorra neocolonial, insufló incalculables energías creativas en los cubanos y desencadenó una revolución que puso en el orden del día en nuestra América la posibilidad de romper el yugo imperialista y alcanzar la libertad. Por eso, frente a la arrogancia y el belicismo nazis hoy entronizados en Washington, su ejemplo moral es más vigente que nunca.
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