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México D.F. Viernes 25 de julio de 2003
Chiapas, la treceava estela (segunda parte):
una muerte
"Auténtico etnocidio", el modelo de Salinas:
Marcos
Hace unos días, el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional decidió la muerte de los llamados Aguascalientes
de La Realidad, Oventik, La Garrucha, Morelia y Roberto Barrios, situados
todos ellos en territorio rebelde. La decisión de desaparecer los
Aguascalientes fue tomada después de un largo proceso de
reflexión...
El día 8 de agosto de 1994, en la sesión
de la Convención Nacional Democrática celebrada en Guadalupe
Tepeyac, el comandante Tacho, a nombre del Comité Clandestino
Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional, inauguró, frente a unas
6 mil personas procedentes de diversas partes de México y del mundo,
el llamado Aguascalientes y lo entregó a la sociedad civil
nacional e internacional.
Muchos no conocieron ese primer Aguascalientes,
sea porque no pudieron ir, sea porque eran muy jóvenes en aquel
año (si usted tiene ahora 24 años, o sea que entró
en 25, en ese entonces tenía 14 años, o sea que estaba entrado
en 15), pero era un navío formidable. Encallado en el costado de
una loma, su blanco y gigantesco velamen aspiraba a recorrer los siete
mares. Sobre el puente ondeaba, feroz y desafiante, la bandera con el cráneo
feroz y las tibias cruzadas. Dos gigantescas banderas nacionales se abrían
a los lados, como alas. Tenía biblioteca, enfermería, sanitarios,
regaderas, música ambiental (que alternaba, obsesivamente, entre
La del moño colorado y Cartas marcadas) y, según
cuentan, hasta un área para atentados. El trazado de las construcciones
semejaba, según he relatado alguna vez, un gigantesco caracol, gracias
a lo que llamábamos "la casa chueca". La "casa chueca" no estaba
chueca, tenía un quiebre que a primera vista parecía un error
arquitectónico, pero que desde las alturas permitía apreciar
la espiral que formaban las construcciones. La tripulación del primer
Aguascalientes estaba formada por individuos e "individuas" sin
rostro, evidentes transgresores de las leyes marítimas y terrestres,
y era su capitán el más apuesto pirata que haya surcado los
océanos: parche en la cuenca del faltante ojo derecho, barba negra
con destellos platinados, nariz pronunciada, garfio en una mano y sable
en la otra, pata de carne y pata de palo, pistola al cinto y pipa en la
boca.
El proceso para llegar hasta la construcción de
ese que fue el primer Aguascalientes fue accidentado... y doloroso.
Y no me refiero a la construcción física (que fue realizada
en un tiempo récord y sin espots televisivos), sino a la construcción
conceptual. Explico.
Nosotros, después de habernos preparado por 10
años para matar y morir, para manipular y disparar armas de todo
tipo, fabricar explosivos, ejecutar maniobras militares estratégicas
y tácticas, en fin, para hacer la guerra, después de los
primeros días de combates nos habíamos visto invadidos por
un auténtico ejército, primero de periodistas, pero después
de hombres y mujeres de las más diversas procedencias sociales,
culturales y nacionales. Fue después de aquellos "diálogos
de catedral", entre febrero y marzo de 1994. Los periodistas siguieron
apareciendo intermitentemente, pero eso que nosotros llamamos "la sociedad
civil", para diferenciarla de la clase política y para no encasillarla
en clases sociales, fue siempre constante.
Nosotros estábamos aprendiendo y, me imagino, esa
sociedad civil también. Nosotros aprendíamos a escuchar y
a hablar, al igual, imagino, que la sociedad civil. También imagino
que el aprendizaje fue menos arduo para nosotros. Después de todo,
ése había sido el origen fundamental del EZLN: un grupo de
"iluminados" que llega desde la ciudad para "liberar" a los explotados
y que se encuentra conque, más que "iluminados", confrontados con
la realidad de las comunidades indígenas, parecíamos focos
fundidos. ¿Cuánto tiempo tardamos en darnos cuenta de que
teníamos que aprender a escuchar y, después, a hablar? No
estoy seguro, han pasado ya no pocas lunas, pero yo calculo unos dos años
al menos. Es decir, lo que en 1984 era una guerrilla revolucionaria de
corte clásico (levantamiento armado de las masas, toma del poder,
instauración del socialismo desde arriba, muchas estatuas y nombres
de héroes y mártires por doquier, purgas, etcétera,
en fin, un mundo perfecto), para 1986 ya era un grupo armado, abrumadoramente
indígena, escuchando con atención y balbuceando apenas sus
primeras palabras con un nuevo maestro: los pueblos indios.
Creo que ya he relatado antes, varias veces, esta parte
del proceso de formación (o "refundación") del EZLN. Pero
si ahora lo repito no es para abrumarlos con la nostalgia, sino para tratar
de explicar cómo se llegó hasta la edificación del
primer Aguascalientes y, después, a su proliferación
en tierras zapatistas, es decir, rebeldes.
Con esto quiero decir que el principal acto fundamental
del EZLN fue el aprender a escuchar y a hablar. Creo que, entonces, aprendimos
bien y tuvimos éxito. Con la nueva herramienta que construimos con
la palabra aprendida, el EZLN se convirtió pronto en una organización
no sólo de miles de combatientes, sino claramente "fundida" con
las comunidades indígenas. Para decirlo de alguna forma, dejamos
de ser "extranjeros" y nos convertimos en parte de ese rincón olvidado
por el país y por el mundo: las montañas del sureste mexicano.
Llegó un momento, no podría precisar bien
cuándo mero, en que ya no estaba el EZLN por un lado y las comunidades
por el otro, sino que todos éramos, simplemente, zapatistas. Estoy
siendo necesariamente esquemático al recordar este periodo. Ya habrá,
espero, otra ocasión y otro medio para detallar este proceso que,
en su forma cruda, no estuvo exento de contradicciones, retrocesos y recaídas.
El caso es que así estábamos, es decir,
todavía aprendiendo (porque, creo, nunca se acaba de aprender),
cuando el ahora "neoaparecido" Carlos Salinas de Gortari (entonces presidente
de México gracias a un fraude electoral descomunal) tuvo la "brillante"
idea de hacer las reformas que acababan con el derecho de los campesinos
a la tierra.
El impacto en las comunidades ya zapatistas fue, por decir
lo menos, brutal. Para nosotros (note usted que ya no distingo entre las
comunidades y el EZLN) la tierra no es una mercancía, sino que tiene
connotaciones culturales y religiosas que no viene al caso explicar aquí.
Así que, pronto, nuestras filas regulares crecieron en forma geométrica.
Y no sólo, también creció la misión
y, con ella, la muerte, sobre todo de infantes menores de cinco años.
Debido a mi cargo, me tocaba entonces checar por radio los ya cientos de
poblados y no había día en que alguien no reportara la muerte
de un niño, de una niña, de una madre. Como si fuera una
guerra. Después entendimos que, en efecto, era una guerra. El modelo
neoliberal que Carlos Salinas de Gortari comandó con cinismo y desenfado
era para nosotros una auténtica guerra de exterminio, un etnocidio,
puesto que eran pueblos indios enteros los que estaban siendo liquidados.
Por eso nosotros sabemos de qué hablamos cuando hablamos de la "bomba
neoliberal".
Imagino (habrá estudios serios por ahí que
contarán con datos y análisis precisos) que esto ocurría
en todas las comunidades indígenas de México. Pero la diferencia
era que nosotros estábamos armados y entrenados para una guerra.
Dice Mario Benedetti, en un poema, que uno no siempre hace lo que quiere,
que uno no siempre puede, pero tiene el derecho a no hacer lo que no quiere.
Y en nuestro caso, no queríamos morir... o más bien, no queríamos
morir así.
Ya antes, en alguna ocasión, he hablado de la importancia
que tiene para nosotros la memoria. Y, en consecuencia, la muerte por olvido
era (y es) para nosotros la peor de las muertes. Yo sé que sonará
apocalíptico, y que más de uno buscará algún
dejo martirológico en lo que digo, pero, para ponerlo en términos
llanos, nos encontramos entonces frente a una elección, pero no
entre vida o muerte, sino entre un tipo de muerte y otro. La decisión,
colectiva y consultada con cada uno de los entonces decenas de miles de
zapatistas, es ya historia y originó ese destello que fue la madrugada
del primero de enero de 1994.
Mmh. Me parece que me estoy desviando, porque de lo que
se trata es de informarles aquí que hemos decidido darle muerte
a los Aguascalientes zapatistas. Y no sólo informarles, también
tratarles de explicar por qué. En fin, sean generosos y sigan leyendo.
Acorralados, salimos esa madrugada de 1994 con sólo
dos certezas: una era que nos iban a hacer pedazos; la otra que el acto
atraería la atención de personas buenas hacia un crimen que,
no por silencioso y alejado de los medios de comunicación, era menos
sangriento: el genocidio de miles de familias de indígenas mexicanos.
Así como lo digo, puede sonar a que teníamos (o tenemos)
vocación de mártires que se sacrifican por otros.
Mentiría si dijera que sí. Porque aunque,
viéndolo fríamente, no teníamos ninguna oportunidad
militar, nuestro corazón no pensaba en la muerte, sino en la vida
y, puesto que éramos (y somos) zapatistas y, ergo, nuestra
duda nos incluye, pensábamos que podíamos estar equivocados
en eso de que nos iban a hacer pedazos, que tal vez se levantara el pueblo
de México entero. Pero nuestra duda, debo ser sincero, no alcanzaba
a ser tan grande como para suponer que podría pasar lo que en realidad
pasó.
Y eso que pasó fue, precisamente, lo que dio origen
al primer Aguascalientes y, luego, a los que le siguieron. Creo
que no es necesario que repita lo que pasó. Casi estoy seguro (que
no suelo estarlo en casi nada) de que quien lee estas líneas algo
o mucho tuvo que ver en eso que pasó.
Así que hagan un esfuerzo y pónganse en
nuestro lugar: años enteros preparándose para disparar un
arma, y resulta que lo que hay que disparar son palabras. Se dice así
nomás y, ahora que leo lo que acabo de escribir, parece que fue
casi natural, como un silogismo de esos que enseñan en la preparatoria.
Sin embargo entonces, créanme, no fue nada fácil. Batallamos
mucho... y seguimos haciéndolo. Pero resulta que un guerrero no
olvida lo que aprende y, como expliqué antes, nosotros aprendimos
a escuchar y a hablar. Así que en ese entonces la historia, como
dijo no sé quién, cansada de andar se repetía, y estábamos
de nuevo como al principio, es decir, aprendiendo.
Y aprendimos, por ejemplo, que éramos diferentes,
y que había muchos diferentes a nosotros, pero también diferentes
entre ellos mismos. O sea que casi inmediatamente después de las
bombas ("no eran bombas, sino rockets", se apresuraron a aclarar
entonces los intelectuales a-nexos que criticaban a la prensa que hablaba
de "bombardeos a las comunidades indígenas") nos cayó encima
una pluralidad que no pocas veces nos hizo pensar en si no hubiera sido
mejor que, en efecto, nos hubieran hecho pedazos.
Un combatiente lo definió, en términos muy
zapatistas, en abril de aquel 1994. Llegó a reportarme de la llegada
de una caravana de la sociedad civil. Le pregunté que cuántos
eran (había que acomodarlos en algún lado) y quiénes
(no preguntaba el nombre de cada uno, sino a qué organización
o grupo pertenecía). El insurgente valoró primero la pregunta
y después la respuesta que daría. Eso suele tardar un rato,
así que encendí la pipa. Después de la valoración,
el compañero dijo: "Son un chingo y son un desmadre". Creo inútil
explayarme sobre el universo cuantitativo que abarca el concepto científico
"un chingo", pero con "desmadre" el insurgente no representaba una reprobación
o una calificación del estado de ánimo de quienes llegaban,
sino definía la composición del grupo. "¿Cómo
que un desmadre?", le pregunté. "Sí, hay de todo, hay...
hay... son un desmadre", terminó diciendo para insistirme en que
no había concepto científico alguno que definiera mejor la
pluralidad que había entrado por asalto en territorio rebelde. El
asalto se repitió una y otra vez. A veces eran, en efecto, un chingo.
Otras veces eran dos o más chingos. Pero siempre fue, para usar
el neologismo empleado por el insurgente, "un desmadre". Intuimos entonces
que, ni modos, teníamos que aprender, y que ese aprendizaje debía
ser para los más posibles.
Así que pensamos en una especie de escuela donde
nosotros fuéramos los alumnos y el "desmadre" el maestro. Para esto
ya estábamos en junio de 1994 (o sea que no somos muy rápidos
para darnos cuenta de que tenemos que aprender) y estábamos por
hacer pública la nombrada "segunda Declaración de la selva
Lacandona" que llamaba a formar la Convención Nacional Democrática
(CND).
La historia de la CND es materia de otro relato y ahora
sólo la menciono para ubicarlos en tiempo y espacio. Espacio. Sí,
ése era una parte del problema de nuestro aprendizaje. Es decir,
necesitábamos un espacio para aprender a escuchar y a hablar con
esa pluralidad que llamamos "sociedad civil". Acordamos entonces construir
el espacio y nombrarlo Aguascalientes, puesto que sería la
sede de la CND (rememorando la Convención de las fuerzas revolucionarias
mexicanas en la segunda década del siglo XX). Pero la idea del Aguascalientes
iba más allá. Nosotros queríamos un espacio para el
diálogo con la sociedad civil. Y "diálogo" quiere decir también
aprender a escuchar al otro y aprender a hablarle.
Sin embargo, el espacio Aguascalientes había
nacido ligado a una iniciativa política coyuntural y muchos supusieron
que, agotada esa iniciativa, el Aguascalientes perdía sentido.
Pocos, muy pocos regresaron al de Guadalupe Tepeyac. Después vino
la traición zedillista del 9 de febrero de 1995 y el Aguascalientes
fue destruido casi totalmente por el ejército federal. Incluso ahí
se erigió un cuartel militar.
Pero si algo caracteriza a los zapatistas es la tenacidad
("será la necedad", pensará más de uno). Así
que no había pasado un año cuando nuevos Aguascalientes
surgían en diversos puntos del territorio rebelde. Oventik, La Realidad,
La Garrucha, Roberto Barrios, Morelia. Entonces sí, los Aguascalientes
fueron lo que debían ser: espacios para el encuentro y el diálogo
con la sociedad civil nacional e internacional. Además de ser sedes
de grandes iniciativas y encuentros en fechas memorables, cotidianamente
eran el lugar donde "sociedades civiles" y zapatistas se encontraban.
Y no sólo. Otros Aguascalientes surgieron
en otros puntos del territorio nacional (a vuelapluma recuerdo el de la
Casa del Lago, fundado por el CLETA, y más recientemente el llamado
Ojo de agua en Ciudad Universitaria, en la UNAM, ambos en la ciudad
de México) y en el mundo (el de Madrid, España, el más
reciente). Las personas que levantaron y mantuvieron funcionando esos espacios
no deben estar muy contentas al leer ahora que los zapatistas hemos decretado
la muerte de los Aguascalientes. Pero mal hacen en enojarse, porque
con los zapatistas no hay muertes estériles.
Les decía que nosotros tratamos de aprender de
nuestros encuentros con la sociedad civil nacional e internacional. Pero
también esperamos que ella aprendiera. El movimiento zapatista surge,
entre otras cosas, por la demanda de respeto. Y resulta que no siempre
recibimos respeto. Y no es que nos insultaran. O cuando menos no con esa
intención. Pero es que, para nosotros, la lástima es una
afrenta y la limosna una bofetada. Porque, paralelamente al surgimiento
y funcionamiento de esos espacios de encuentro que fueron los Aguascalientes,
se ha mantenido en algunos sectores de la sociedad civil lo que nosotros
llamamos "el síndrome de la Cenicienta".
Del baúl de los recuerdos saco ahora extractos
de una carta que escribí hace más de nueve años: "No
les reprochamos nada (a los de la sociedad civil que llegan a las comunidades),
sabemos que arriesgan mucho al venir a vernos y traer ayuda a los civiles
de este lado. No es nuestra carencia la que nos duele, es el ver en otros
lo que otros no ven, la misma orfandad de libertad y democracia, la misma
falta de justicia. (...) De lo que nuestra gente sacó de beneficio
en esta guerra, guardo un ejemplo de "ayuda humanitaria" para los indígenas
chiapanecos, llegado hace unas semanas: una zapatilla de tacón de
aguja, color rosa, de importación, del número 6 1/2... sin
su par. La llevo siempre en mi mochila para recordarme a mí mismo,
entre entrevista, foto-rreportajes y supuestos atractivos sexuales, lo
que somos para el país después del primero de enero: una
Cenicienta (...) A esta buena gente que, sinceramente, nos manda una zapatilla
rosa, de tacón de aguja, del 6 1/2, de importación, sin su
par... pensando que, pobres como estamos, aceptamos cualquier cosa, caridad
y limosna, ¿cómo decirle a toda esta gente buena que no,
que ya no queremos seguir viviendo en la vergüenza de México?
En esa parte que hay que maquillar para que no afee el resto. No, ya no
queremos seguir viviendo así."
Eso fue en abril de 1994. Entonces pensamos que era cuestión
de tiempo, que la gente iba a entender que los indígenas zapatistas
eran dignos y que buscaban no limosnas, sino respeto. La otra zapatilla
rosa nunca llegó, el par sigue incompleto, y en los Aguascalientes
se amontonan computadoras que no sirven, medicinas caducas, ropa extravagante
(para nosotros) que ni para las obras de teatro ("señas", les dicen
acá) se utilizan y, sí, zapatos sin su par. Y siguen llegando
cosas así, como si esa gente dijera: "Pobrecitos, están muy
necesitados, seguro que cualquier cosa les sirve y a mí esto me
está estorbando".
No sólo eso. Hay una limosna más solicitada.
Es la que practican algunas organizaciones no gubernamentales (ONG) y organismos
internacionales. Consiste, grosso modo, en que ellos deciden qué
es lo que necesitan las comunidades y, sin consultarlas siquiera, imponen
no sólo determinados proyectos, también los tiempos y formas
de su concreción. Imaginen la desesperación de una comunidad
que necesita agua potable y a la que le endilgan una biblioteca, la que
requiere de una escuela para los niños y le dan un curso de herbolaria.
Hace unos meses, un intelectual de izquierda escribía
que la sociedad civil debía movilizarse para lograr el cumplimiento
de los acuerdos de San Andrés porque las comunidades indígenas
zapatistas estaban sufriendo mucho (ojo: no porque fuera de justicia para
los pueblos indios de México, sino para que los zapatistas no sufrieran
más privaciones).
Un momento. Si las comunidades zapatistas quisieran, serían
las de mejor nivel de vida de América Latina. Imaginen ustedes cuánto
no estaría dispuesto a invertir el gobierno para conseguir la rendición
de nosotros y tomarse muchas fotos y hacer muchos espots en los que Fox
o Martita se promocionaran mientras el país se les deshace en las
manos. ¿Cuánto no hubiera dado el ahora "neoaparecido" Carlos
Salinas de Gortari por terminar su mandato no con la carga de los asesinatos
de Colosio y Ruiz Massieu, sino con la foto de los rebeldes zapatistas
firmando la paz y el Sup entregando su arma (¿la que Dios
le dio?) a quien sumió en la ruina a millones de mexicanos? ¿Cuánto
no hubiera ofrecido Zedillo para tapar la crisis económica en la
que hundió al país con la imagen de su entrada triunfal en
La Realidad? ¿Cuánto no hubiera estado dispuesto a dar El
Croquetas Albores para que los zapatistas aceptaran la "remunicipalización"
efímera que impulsó durante la tragicomedia de su mandato?
No. Ofertas para comprar su conciencia han recibido muchas
los zapatistas, y sin embargo se mantienen en resistencia, haciendo de
su pobreza (para quien aprende a ver) una lección de dignidad y
de generosidad. Porque decimos los zapatistas que "para todos todo, nada
para nosotros", y si lo decimos es que los vivimos. El reconocimiento constitucional
de los derechos y la cultura indígenas, y la mejora en las condiciones
de vida, son para todos los pueblos indios de México, no sólo
para los indígenas zapatistas. La democracia, la libertad y la justicia
a las que aspiramos son para todos los mexicanos, no sólo para nosotros.
Con no pocas personas hemos insistido en que la resistencia
de las comunidades zapatistas no es para provocar lástima, sino
respeto. Acá, ahora, la pobreza es un arma que ha sido elegida por
nuestros pueblos para dos cosas: para evidenciar que no es asistencialismo
lo que buscamos, y para demostrar, con el ejemplo propio, que es posible
gobernar y gobernarse sin el parásito que se dice gobernante. Pero
bueno, el tema de la resistencia como forma de lucha tampoco es el objetivo
de este texto.
El apoyo que demandamos es para la construcción
de una pequeña parte de ese mundo donde quepan todos los mundos.
Es, pues, un apoyo político, no una limosna. Parte de la autonomía
indígena (de la que habla, por cierto, la llamada ley Cocopa)
es la capacidad de autogobernarse, es decir, de conducir el desarrollo
armónico de un grupo social. Las comunidades zapatistas están
empeñadas en este esfuerzo y han demostrado, no pocas veces, que
lo pueden hacer mejor que quienes se dicen gobierno. El apoyo a las comunidades
indígenas no debiera ser visto como la ayuda a inválidos
mentales que ni siquiera saben qué necesitan (y por eso hay que
decirles lo que deben recibir) o a niños a los que hay que decirles
qué deben comer, a qué hora y cómo, qué deben
aprender, qué deben decir y qué deben pensar (aunque dudo
que todavía haya niños que acepten esto). Este es el razonamiento
de algunas ONG y de buena parte de los organismos financiadores de proyectos
comunitarios.
Las comunidades zapatistas son responsables en los proyectos
(no son pocas las ONG que pueden atestiguarlo), los echan a andar, los
hacen producir y mejoran así los colectivos, no los individuos.
Quien apoya a una o a varias comunidades zapatistas está apoyando
no sólo la mejora de la situación material de un colectivo,
sino también un proyecto mucho más sencillo pero más
absorbente: la construcción de un mundo nuevo, donde quepan muchos
mundos, donde las limosnas y las lástimas por el otro sean parte
de las novelas de ciencia ficción... o de un pasado olvidable y
prescindible. Con los Aguascalientes mueren también el "síndrome
de Cenicienta" de algunos "sociedades civiles" y el paternalismo de algunas
ONG nacionales e internacionales. Cuando menos mueren para las comunidades
zapatistas que, desde ahora, ya no recibirán sobras ni permitirán
la imposición de proyectos.
Por todo esto, y por otras cosas que se verán después,
el próximo 8 de agosto de 2003, aniversario del primer Aguascalientes,
se decretará la muerte bien "morida" de los Aguascalientes.
La fiesta (porque hay muertes que hay que festejar) será en Oventik
y están invitados todos aquellos y aquellas que, en estos 10 años,
han apoyado a las comunidades rebeldes, sea con proyectos, sea con campamentos
de paz, sea con caravanas, sea con el oído atento, sea con la palabra
compañera, sea con lo que sea, siempre cuando no sea con lástima
y limosna. El 9 de agosto de 2003 nacerá algo nuevo. Pero de eso
les contaré mañana. O más bien al rato, porque ahora
es de madrugada acá, en las montañas del sureste mexicano,
rincón digno de la patria, tierra rebelde, guarida de transgresores
de la ley (incluyendo la gravedad) y pedacito del gran rompecabezas mundial
de la rebeldía por la humanidad y contra el neoliberalismo.
Desde las montañas del sureste mexicano.
Subcomandante insurgentes Marcos.
México, julio de 2003.
(Continuará...)
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