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México D.F. Lunes 1 de septiembre de 2003
Carlos Montemayor
El anciano en la literatura clásica
Para los griegos el hombre fue siempre mortal. Para el
primer escritor bíblico, no. En la Biblia la mortalidad deriva del
pecado. En la Biblia los muchos años de vida de un hombre, por acercarlo
más a la dimensión de su anterior inmortalidad, era una bendición,
no una maldición, y acaso por ello según los relatos bíblicos
las primeras generaciones vivieron centenares de años. Después,
a la tierra prometida se aparejó la promesa de la descendencia y
la no menos alarmante de la prolongada vejez. No en vano se usa esta expresión
para referirse a Dios mismo: el Anciano de días. La vejez,
que deriva del pecado, pues, fue al mismo tiempo, paradójicamente,
señal de bendición por el recuerdo o sombra de la pasada
inmortalidad.
Entre los griegos, por el contrario, la vejez y la muerte
fueron constantes de la naturaleza humana. Cuando los hombres aspiraban
a la inmortalidad llegaban a desearla por sí misma, olvidando que
los dioses también poseían una juventud o una madurez inmortal.
Es decir, en los dioses se descubría la condición eterna
de una etapa de la vida, sea la infancia, en el caso de Eros, la juventud,
en el caso de Afrodita, o la madurez, en el caso de Zeus. Los dioses no
eran inmortales llanamente; en ellos contemplamos la eternidad de una edad.
Significativo resulta, por ello, que a algunos dioses
grecorromanos se les haya representado como ancianos, particularmente a
Carón, el barquero que conducía las almas de los muertos
por el Aqueronte. Su vejez acaso resaltaba la condición de los mortales
que al final de sus días llegaban a él, también envejecidos.
Virgilio vio a Carón con una barba abundante y desordenada, ya canosa,
y en un verso magnífico de la Eneida explicó: Jam
senior, sed cruda deo viridisque senectus, que Rubén Bonifaz
Nuño tradujo así: "ya viejo, mas para el dios es la senectud
fresca y verde". Virgilio empleó para calificar y describir la vejez
de Carón dos voces: cruda, "verde", "precoz", "naciente",
"vigoroso", y viridis, "verde", "fresco", "fuerte", "nuevo", "reciente".
En parte sinónimos, como un eco de lo inmaduro y nuevo, Virgilio
habla de la vejez del dios a través de esas voces como si hablara
de un verde fruto, de una inicial estación de la vida.
Hesíodo
llamó "Anciano" al padre de las Nereidas, a Nereo, hijo de Ponto,
porque sólo tenía pensamientos justos y benignos. En su Teogonía,
propuso
además que la vejez no era precisamente el resultado de la prolongación
de la vida humana, sino una fuerza anterior, una fuerza del mundo. Veintidós
versos dedicó a enlistar a los hijos de la Noche. En un primer grupo
mencionó a la Muerte, a un Angel letal llamado Ker y al Destino.
En otro grupo ubicó al Sueño, a los Ensueños, a Momo,
personificación de un dios acusador, al Dolor y a las Hespérides.
Un tercer grupo lo constituyeron las Parcas, que determinaban para cada
ser humano el pasado, presente y futuro. En otro grupo reunió al
Engaño y a la Discordia y a dos entidades más con un rasgo
común: la ambivalencia de una naturaleza que no es total o visiblemente
dañina. La primera, Némesis, divinidad que veía por
el orden y la justicia, pero que asimismo castigaba sin concesiones toda
alteración del orden del mundo, en particular la causada por la
arrogancia que llamaron los griegos hybris y que fue, según
Aristóteles, el motivo principal de las tragedias griegas. La segunda
entidad fue Filotes,
término que significa amistad, amor,
compañerismo,
pero también amor carnal; dado el contexto
de los hijos de la Noche, debemos entender que este Amor puede producir
un padecimiento, no un goce, una pasión tenebrosa, no liberadora;
su ambivalencia se aviene perfectamente con el doble valor de Némesis
y, por supuesto, con el del Engaño y la Discordia. Con este grupo
de hermanos nació la Vejez, que también participa del bien
y del mal: por un lado, la bondad de una larga vida; por otro, el debilitamiento
atroz que consume. Este doble valor de la vejez, su paradoja, esta limitación
a la gloria de la vida humana, la ejemplificaron los antiguos con dos historias:
la de Titonos y la de la Sibila de Cumas.
La historia del primero se narra en el Himno a Afrodita,
uno
de los más bellos poemas del compendio conocido como Himnos Homéricos.
Ahí Afrodita ilustra con el amor de la Aurora el terror que
por la vejez sienten los inmortales. La Aurora se enamoró perdidamente
del apuesto Titonos y por ello le rogó a Zeus que lo hiciera inmortal.
El dios accedió a la súplica, pero por tanto amor la diosa
olvidó pedir también para él la juventud eterna. Cuando
a Titonos le brotaron las primeras canas, la Aurora se alejó para
siempre. Titonos fue colocado en una alcoba para que eternamente envejeciera.
Con el tiempo, sólo llegó a escucharse su voz, prendida a
un abismo inmortal.
Ovidio narró la historia de la Sibila de Cumas
en sus Metamorfosis. El dios Apolo en vano la requirió de
amores hasta que le prometió concederle el deseo que ella pidiera;
tendida en la playa, la doncella tomó un puñado de arena
y le rogó vivir tantos años cuantos granos de arena le mostraba
en la mano. Mil años cupieron en el puño de la virgen de
Cumas. Emocionada por la promesa del dios, olvidó, sin embargo,
pedirle a Apolo la juventud para los mil años de vida. Setecientos
años después Eneas la encontró, según relata
Ovidio, y confesó melancólica, dulcemente, que aún
le faltaban vivir tres siglos más, que se tornaría cada vez
más pequeña, tanto que nadie la reconocería, ni siquiera
el dios que llegó a amarla, y que sólo por la voz sería
escuchada, que la voz le dejarían los hados. El final de su historia
la leemos en el Satiricón de Petronio, cuando Trimalción
afirma haberla visto ya muy empequeñecida por la vejez; se hallaba
dentro de una botellita que colgaba; los niños se acercaban a jugar
con ella y le preguntaban "¿Qué quieres?", y ella respondía,
"Quiero morir".
Esta respuesta de la Sibila es quizás una de las
enseñanzas más claras de la antigüedad clásica
sobre la vejez: a saber, que ayuda a morir, que ayuda a desear la muerte;
que es el estado humano en que se aprecia por qué la vida ha sido
nuestra; por qué la vida debe dejarse con la voluntad de morir,
con la aceptación de abandonarla. No siempre esto es resultado de
una reflexión filosófica, moral o íntima, pues destaca
más el terror a la vejez que la comprensión de nuestra condición
mortal. En su juventud, la Sibila deseó vivir mil años; en
su vejez, deseó morir. Esta ambivalencia del alma humana resulta,
pues, de ambas edades: en una, porque creemos comprenderlo, deseamos vivir;
en otra, porque creemos comprenderlo, deseamos morir.
En una amplia tradición literaria el anciano es
defendido también por dioses y héroes. En la Ilíada,
por
ejemplo, se ultraja al anciano sacerdote de Apolo, Crises, al que Agamenón
ordena abandonar el campamento; Apolo se venga provocando la mortandad.
Es decir, el ultraje a un anciano provoca la ira de un dios. Una leyenda
proveniente de Frigia, que registró Ovidio en las Metamorfosis,
refiere
también la religiosidad en los ancianos. Zeus y Hermes recorrieron
aquella región para comprobar la hospitalidad humana, fingiendo
ser peregrinos. La anciana Baucis y su esposo Filemón fueron los
únicos que recibieron hospitalariamente a los dioses y compartieron
con ellos miel y fruta en una humilde mesa. Los dioses, agradecidos por
el trato de los ancianos, les dieron a conocer su identidad; salieron de
la choza y ascendieron con ellos a lo alto de una colina.
Al volverse, los ancianos pudieron ver que en lugar del
pueblo había ahora un lago habitado por garzas y sólo su
choza quedaba en pie sobre las aguas; al poco rato la vieron transformarse
en un templo de altas columnas, con muros y pisos de mármol. Los
dioses permanecieron un instante más con ellos, para concederles
su mayor deseo. El anciano reflexionó y pidió que les concedieran
servir como guardianes del templo y que ninguno de ellos se viera en el
amargo trance de preparar las exequias del otro. Los dioses accedieron.
Al cabo de varios años, doblegados por el peso de la vejez, sentados
en el prado del templo, una mañana se fueron cubriendo de abundante
follaje y comenzaron a transformarse en un roble y en un tilo. Cuenta Ovidio
que los ancianos se miraban con dulzura mientras las ramas los cubrían
y, según la traducción de Bonifaz Nuño, "Y ya sobre
los gemelos rostros creciendo el follaje/, mutuos, mientras fue lícito,
devolvíanse dichos, y: "Adiós,/ oh cónyuge", a un
tiempo dijeron; a un tiempo cubrió las ocultas/ bocas el ramaje...
La transformación de ninfas, dioses y hombres en
árboles o en flores fue un tema recurrente en la literatura griega.
El tema llegó a los escritores medievales, cuyo más célebre
caso fue quizás el de Tristán e Isolda: el símbolo
del amor en amantes que tras la muerte siguen unidos. En el caso de Filemón
y Baucis, resalta la leyenda por la avanzada edad de los protagonistas.
Es quizás el primer caso literario donde la vejez y el amor no son
opuestos, no son excluyentes.
Posiblemente las mejores páginas de Séneca
se encuentran en su tratado De la brevedad de la vida y en sus Epístolas
a Lucilio. Para Séneca el anciano puede poseer una visión
más completa del destino humano; a él se le revela, en el
espacio, en el universo de la ancianidad, la verdadera dimensión
del hombre; no sólo se pondera la vida, sino, en la mayoría
de los casos, también comienza a comprenderse y a desearse su fin.
"Magnífica cosa es aprender a morir", dice en una de sus epístolas.
"Quizás pienses que es superfluo aprender lo que ha de hacerse una
vez. Por esto mismo debemos meditar en ello; siempre hemos de aprender
lo que no podemos volver a experimentar cuando ya lo sepamos."
La vejez le permitió a Séneca encontrar
dos grandes verdades. La primera, que "Todo lo que de nuestra vida quedó
atrás, lo tiene la muerte." La segunda, que pese a la más
prolongada vejez, pese a la mayor abundancia de días, "Nadie es
tan viejo que no sea digno de esperar el siguiente día." Palabras
que él mismo escribe participando ya de esa misma esperanza.
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